viernes, 31 de agosto de 2007

La ventana - Mat Elefzerakis

Es en los días como estos en los que pienso qué bueno sería tener un balcón. Pero no está nada mal la ventana. Ilumina toda la sala, y, desde el alba al crepúsculo, desde mediados de primavera a principios del otoño, no hace falta otro tipo de iluminación.

Me gusta nuestro departamento, y no es sólo porque lo conseguimos por nuestros propios medios, por nuestro propio esfuerzo, sino también porque es lindo y acogedor. Me gustan los pequeños dormitorios; Ale se ganó el propio, por ser el único varón; Yami y yo tuvimos que compartir el otro. Me gusta la luminosa ventana de nuestro comedorcocinasala de estar, “todo en uno, por el mismo precio”, había dicho Ale.

Ahora mismo entra una suave brisa que hace bailar dulcemente la cortina, a pesar que el ritmo que le marca la mezcolanza de sonidos de la calle Defensa no es nada calma. Me refresca y reconforta. Necesitaba esta tranquilidad, esta paz. Desde que vivimos acá, es como si estudiar fuera más fácil. Y los resultados acompañan, afortunadamente.

La lucha por encontrar trabajo fue sofocante, no sólo literalmente, la emprendí a finales de diciembre, sino metafóricamente también. La falta de respuesta, el silencio del teléfono, del que no me quedaba a esperar su chillón aviso, sino que salía y la seguía peleando, repartiendo currículums vitae por todas partes... Esa fue una de las etapas más gratificantes de mi vida y, felizmente, desembocó en esta otra.

Aquello no fue en diciembre del año pasado, sino del anterior, hace ya más de un año que estamos acá, en este departamento, nuestro hogar. Una de las primeras personas a las que recurrí apenas se me planteó la idea en la cabeza, sino fue la primera, fue Ale. Él se entusiasmó de inmediato, “Es un paso necesario, hay que darlo”, me había dicho, “hace falta que empecemos a volar, y esta es la forma”... Estuve de acuerdo, pudimos volar, pero antes, hubo que carretear mucho, y con fuerza.

Nos hacía falta irnos de la “casita de los viejos”. Para Ale y yo era lo más natural, el momento adecuado para hacerlo, para demostrarles y para demostrarnos que podíamos valernos nos nosotros mismos. Yami es un año más chiquita que nosotros, así que no la estamos obligando a quemar ninguna etapa. O tal vez sí. Ella estaba muy cómoda allí en su casa. Ahora las cosas son distintas, tiene que hacerlas ellas misma. La distribución de las tareas y del tiempo de uno mismo ha cambiado. Pero, por supuesto, cada uno ganó aire, espacio, libertad. Nuevas responsabilidades y nueva libertad. Eso es lo que viene con la decisión (y especialmente con la concreción) de abandonar el nido, si quiero seguir con la metáfora popular donde somos pichones que aprendemos a volar.

El día que llegamos, el día de la mudanza, los tres estábamos con eso en la cabeza, pero no íbamos a dejar que nos acongojara. Nos fue muy difícil soportar estoicamente los llantos de nuestras respectivas madres. Para Ale, fue una tarea titánica, era ponerle fin a su Edipo, madurar, llegar a la adultez o, al menos, intentarlo. No lloró. Logró eso, pero sus ojos estaban humedecidos, brillantes. Era también alegría. Igual que en nosotras.

¡Cómo nos reímos aquella tarde! La primera tarde, mientras esperábamos a los amigos para hacer la fiesta inauguración. Por supuesto la fiesta estuvo buenísima, pero la previa, sentados nosotros tres en esta ventana, nuestra ventana, delirando sobre el supuesto “Reglamento de convivencia” que teníamos que escribir. Por supuesto que nunca lo escribimos. El verdadero, es tácito, no hace falta que esté explicitado en ninguna parte. Pero, respecto de aquel, el que tanto nos hizo reír, recuerdo que una de las cláusulas era evitar mi ronquido. Otra tenía que versar sobre la preservación del “pandeiro” de Yami. Pero, según, Ale, dicha preservación requeriría más de un artículo, tal vez un apartado, o un capítulo completo.

Lo extraño fue la intensificación de mis desmayos... Sí, me pasa eso, me desvanezco por segundos, afortunadamente sólo son instantes, unos minutos como mucho. Sé que no duran más que eso porque pude medirlos una vez que me pasó en el tren. Habiendo salido de Ciudadela me desmayé y desperté en Haedo, con la gente preocupada apantallándome. Ese día me asusté mucho, porque viajaba sola. Pero me reconfortó la solidaridad de los demás pasajeros. Más tarde, cuando pude analizarlo fríamente, me permitió saber acerca de la posible duración de mis desmayos, unos pocos minutos separan a Ciudadela de Haedo, hay sólo una estación intermedia, Ramos Mejía, habrán sido entre cinco y diez minutos.

Recuerdo otro, en la casa de mis viejos, antes de mudarme acá, cuando me levanté a tomar gaseosa. Estaba en la cocina y me había servido un vaso. Lo siguiente que recuerdo es a mi vieja reanimándome y el contenido del vaso desparramado por el piso. No sé cómo me caí, pero recuerdo que no me había golpeado nada. Estaba completa, sin un rasguño.

Acá, en este departamento que comparto con Ale y Yami, donde somos tan felices y disfrutamos de tanta paz, mis desmayos se hicieron más periódicos, más cercanos. El primero fue antes de cumplir una semana viviendo acá. Era un día hábil, Ale estaba en el aprendizaje del trabajo que todavía hace, desde la ventana lo vi doblar la esquina viniendo hacia acá, lo último que recuerdo fue saludarlo agitando la mano, después, a Yami apantallándome y repitiendo mi nombre con la respiración agitada, al mismo tiempo que el desesperado girar de la llave y la entrada de Ale, que se había visto enceguecido por la luz del sol, y en el segundo siguiente, yo ya no estaba en la ventana.

El siguiente desvanecimiento fue un mes después. Comencé a asustarme, nunca había tendido dos, en dos meses. También hice caso a Yami y Ale, quines, preocupados, me recomendaron que fuera al médico para encontrar de una vez por todas la causa de aquello. Pero ningún médico encontró nada, ningún especialista se animó siquiera a aventurar una explicación. Mi salud estaba perfecta, según los análisis que me ordenaron hacer. ¿Entonces, si mi salud estaba de las mil maravillas, por qué me había desmayado dos veces, en tan poco tiempo?

Soy estudiante de psicología, así que decidí tratar de encontrar la causa de los desmayos dentro de mi inconsciente. Empecé a analizarme. En las sesiones no podíamos llegar a ninguna conclusión acerca del por qué de mis desvanecimientos, sucesivos y casi con periodicidad exacta, sólo variaron en días, unos días antes, unos días después de cumplirse un mes del último, volvía a pasar. No podíamos saber la hora, en eso no había patrón que seguir. Volví a los médicos, a los especialistas con sus exámenes que me revisaron toda, desde la punta de la uña del pie hasta las de mis cabellos. No encontraron nada. O peor, encontraron todo perfecto, todo normal. ¿Cómo era aquello posible?

Estoy nerviosa, falta una semana para que se cumpla otro mes desde mi último desvanecimiento... Tiene que llegar el próximo y no quiero. Hubiera aceptado cualquier posible solución. Por eso acepté la hipnosis. De cualquier otra forma, jamás la hubiera siquiera considerado. Me dijo mi analista: “Si entramos a tu inconsciente justo en los momentos previos al desmayo, tal vez podamos encontrar su causa, y así evitarlos, tal vez desterrarlos para siempre. Sólo la hipnosis se me ocurre para poder llevarlo a cabo. ¿Estás dispuesta?”. Estaba dispuesta a todo... Pero no quería saber tanto. Quería algo fácil de resolver, algo que me fuera posible evitar.

Hipnotizada recordé aquel primer desmayo en el departamento, ese en que vi doblar la esquina a Ale y después me desvanecí. Pero recordé algo más. La luz enceguecedora que vio Ale, que yo no había visto en ese momento, es decir, que yo no recordaba haber visto. Pero no era el sol, como pensó Ale, eran ellos, eran ellos que venían a buscarme otra vez. No lo supe de inmediato. Lo siguiente fue la habitación totalmente blanca y yo, sola y desnuda, sobre una camilla igual de inmaculada que el resto. No estaba atada ni nada, pero no podía moverme. Así permanecí por un tiempo indefinido que no tenía forma de calcular. Hasta que llegaron. Después recordé despertar, en el departamento otra vez, con Yami reanimándome y Ale entrando, desencajado, por la puerta...

Siempre había pensado que era muy ególatra y soberbio creer que Dios tenía que ser nuestra imagen y semejanza. Y lo mismo pensaba acerca de esa idea que tenían los escritores de ciencia ficción y, después, los cineastas, de crear a sus criaturas del espacio, también, a imagen y semejanza del hombre, humanoides, a veces, pero siempre con tronco, brazos, piernas y cabezas, variando en distribución y forma, pero siempre humanoides. Soberbio y ególatra lo consideraba, hasta que supe que ya los había visto.

Mat Elefzerakis;

jueves 04 de enero de 2007

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