domingo, 15 de julio de 2007

Ojos - Mat Elefzerakis


La oscuridad del Parque Chacabuco era propiciada por los focos rotos o quemados, nunca remplazados por los funcionarios del gobierno de la ciudad. Sólo iluminaba el parque, mínimamente, los lejanos destellos del alumbrado en buen estado.

La sinfonía del parque era monótonamente habitual, silencios interrumpidos por las voces de los seres nocturnos, entre las sombras de la noche, los movimientos y los sonidos de los insectos en los árboles y las plantas, el crujir de las hojas y las ramas caídas, más el lejano rumor de los autos pasando por la Avenida Eva Perón, o el constante fluir de los que transitan la Autopista.

Enseguida una figura comenzó a dibujarse a lo lejos, no se diferenciaba mucho de las sombras nocturnas, al acercarse más a la zona arbolada, fue un poco más visible para nosotros, aunque la oscuridad era nuestro escondite. Era un hombre vestido completamente de negro, lo que dificultaba más su identificación; de impecable traje, camisa, chaleco y corbata. Todo negro. No llevada nada en sus manos. Lo volvían visible su cabello, rubio, y sus ojos, azules, junto a la palidez de su rostro, contrastantes con su negra vestimenta. No pareció sorprenderse cuando le salimos al paso.

–¿Tiene una moneda?

–No, no tengo monedas, compañero –respondió mirando a Andrés directo a los ojos, sin demostrar miedo, ni sentimiento alguno.

–Se lo estoy pidiendo bien, señor.

–Y yo te estoy respondiendo bien, compañero, no tengo monedas.

–¿Qué compañero ni compañero? ¡La concha de tu madre! Mirá, a mí me importa una mierda, yo ya estoy jugado, si te tengo que boletear, te boleteo acá mismo… Me importa un carajo, estoy jugado. ¡Dame todos los billetes!

–No tengo billetes ni monedas, no tengo nada, compañero, y no te creo que estés armado –respondió sin dejar de mirarlo a los ojos.

–¡La concha de tu madre, hijo de puta! Mirá si no vas a tener nada. ¡Este es mi chumbo, puto! –Andrés sacó el arma y apoyó el caño a la altura del pulmón derecho del tipo de negro.

Pero el tipo, lejos de demostrar temor, sonrió, pero no así, como si nada, sino con una sonrisa burlona, sólo la mitad derecha de sus labios se alzaban. Andrés comenzaba a ponerse nervioso. Yo no podía hacer otra cosa que mirar todo eso, sin poder moverme. Me paralizaba el miedo, pero también estaba enojado, impotente, ante la falta de respuestas favorables del tipo de negro, su constante desafío y provocación, sentía mi adrenalina, mi corazón latiendo... ¡Nosotros éramos los ladrones y él el asaltado! Su actitud no tenía sentido, era buscar que lo matemos...

–¡Dame toda la plata, dame el celular, dame todo porque te bajo acá mismo! Ya te dije, no me importa nada, estoy jugado, dame todo o te quemo... ¡La re concha de tu madre!

–No te voy a dar nada, porque no tengo nada... De hecho, lo que tengo, no es para vos –dijo mientras sacudía la cabeza negando, muy suavemente, y su sonrisa se transfiguraba en una expresión de decepción.

Al segundo siguiente, el arma de Andrés estaba apoyada entre las cejas rubias del hombre de negro, y su mano se alejaba, como si él mismo la hubiera ubicado ahí.

–Ya que estás tan decidido a acabar conmigo, hacélo bien, tirá ahora –dijo y volvió a sonreír sólo con la mitad derecha de la boca, burlonamente, otra vez. Andrés disparó. La bala se incrustó en un árbol lejano, dejando una aureola sanguinolenta alrededor del orificio. El tipo de negro cayó sobre el pasto, sin movimiento, acabado.

¿Acabado? Los acabados éramos nosotros. En realidad no éramos ladrones; éramos dos nenes bien, en plan de divertirnos con emociones fuertes... Pero ya no éramos eso, nos habíamos transformado en asesinos. Andrés en asesino, y yo, en cómplice... Pero no era eso lo que más me aterraba, sino la expresión del tipo de negro, que seguía siendo la misma. A pesar del agujero entre las cejas, a través del cual podía ver el pasto, ya enrojecido, sus ojos continuaban teniendo la misma vida; su sonrisa, esa mueca burlesca, no se había apagado.

Andrés guardó el arma y se arrodilló sobre el cuerpo para revisar los bolsillos. El tipo de negro vestía impecablemente; al escucharlo yo no podía creer su actitud desafiante, pero tampoco podía creer lo que decía, que no tenía nada, que no llevada dinero ni celular. Todos tienen celular. Mi compañero revisó los bolsillos exteriores del saco. No encontró nada.

Mientras abría el saco para buscar en los bolsillos interiores, yo no podía dejar de observar el rostro del tipo... Vi cómo el negro de su pupila se expandía cubriendo el azul de su iris. No me extrañó, supuse que aquello era normal, después de todo, las pupilas se achican cuando la luz brilla cerca a ellas y se agrandan cuando la luz desaparece. El hombre de negro estaba muerto, sus ojos, también, por tanto, dejaban de percibir la luz, sus pupilas se ennegrecían. Por eso mi sorpresa cuando esa explicación dejó de tener sentido. Su membrana esclerótica, o sea, la parte blanca de sus ojos, también comenzaron a ennegrecerse, desde el iris ya totalmente negro, como una onda expansiva.

Si no me había movido hasta entonces, ahora estaba completamente paralizado. Sus ojos, en muy poco tiempo, habían quedado absolutamente negros, su sonrisa burlona no se desdibujaba.

–¡Este hijo de puta decía la verdad! No tiene nada, no lo puedo creer –fue entonces cuando mi compañero lo miró a los ojos. Se puso de pie sobresaltado, compartíamos la misma expresión de terror, que no hizo más que incrementarse, supongo yo, cuando el agujero de la bala comenzó a cerrarse...

–Te dije que no tenía nada... Pero no quisiste creerme –dijo el hombre de negro al levantarse–... Pero, ¡Ja, ja, ja! –agregó mientras su sonrisa se expandía macabramente en una estrepitosa carcajada, a través de la cual pude ver sus colmillos–... Pero te dije que tenía algo, que no es para vos.

Después de decir eso, estuvo frente a frente con Andrés, sus ojos completamente negros lo reflejaban temblante como una hoja movida por el viento de una tormenta. La sonrisa macabra se deformó, necesariamente, para que el hombre de negro pudiera morder su cuello...

Yo no podía hacer nada. Estaba completamente inmovilizado. Petrificado.

–Te llamé compañero, repetidas veces, ahora que estás a punto de morir, te explico por qué –le dijo al oído mientras lo sostenía, en su susurro aterrador–... Desde el momento en que me saliste al paso, ya estabas muerto. Yo soy un muerto. Eso nos hace compañeros. ¡Ja, ja, ja! También te dije que tengo algo, pero que no es para vos, es la inmortalidad, puedo concederla, a mi elección, y no es para vos... Vos ya sos un muerto, Andrés.

Lo soltó de su fatal abrazo. Andrés, mi amigo, mi compañero, estaba tendido en el pasto, agonizante. Pronto a morir. Yo sabía que esperaba el mismo destino. Y así fue.

Magnus me mató a mí también. Así se hace llamar, Magnus, tiene cerca de 500 años pero el siglo XX lo transformó en lector de Anne Rice, de cuya obra tomó su nombre. El Magnus de Rice es el creador de Lestat... Y a mí, Magnus me llamaba Lestat.

También soy un “compañero”, para Magnus, pero por supuesto más que Andrés; él está muerto. Magnus y yo también lo estamos, pero nosotros podemos caminar entre los vivos, alimentarnos de ellos, y así sostener nuestra inmortalidad.

¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Andrés era violento, tenía lo que hace falta para transformarse en un monstruo, en lo que es Magnus... En mí, sintió desde el principio el miedo, el terror, también sintió como se fueron incrementando esos sentimientos. Me castigó, por querer jugar a ser lo que no era. Nos castigó a los dos. Éramos nenes bien jugando a ser ladrones, y ahora estamos muertos. Pero para mí, el castigo es peor. Yo no puedo matar, no tengo el carácter suficiente, la maldad... Magnus lo sabía, él puede sentir esas cosas, yo mismo empiezo a poder hacerlo. Nunca me alimenté de humanos, sólo obligado por Magnus.

Según Rice, me había explicado, todos tenemos que ser hermosos, perfectos, para que la burla a Dios, sea completa. Magnus le reconoce tener razón a Rice en muchas cosas, pero esa es su favorita. Por tanto, no sólo me transformó por cobarde y para divertirse atormentándome por la eternidad, sino también porque le gusto...

Así fue como me convertí en Vampiro.

Mat Elefzerakis

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