viernes, 31 de agosto de 2007

En este mundo - Mat Elefzerakis

Guerra es, seguramente, una de las peores palabras que es capaz de pronunciar el ser humano. ¿La peor? Posiblemente. Miseria, hambre. Muchas veces se relacionan a ella. Desde que el hombre es hombre, sintió la necesidad de pelear, de apoderarse de las cosas por medio de la fuerza, o de vengarse ante una supuesta falta. Muchos factores pueden desencadenar una guerra, casi siempre políticos o económicos. Pero, la guerra más famosa de todas, se dice, se originó por una mujer. No por cualquier mujer. Por la más bella de todas.

También yo tengo la triste particularidad de haber originado una guerra, a pesar de estar lejos de considerarme una Helena.

Soy una Princesa, mi padre, el Rey, quiere para mí al mejor de los Príncipes, tuve una corte de pretendientes y mi padre me dio la libertad de elegir. Elegí al Príncipe de El Prado. Pero él traicionó mi confianza. Durante ese tiempo había conocido al Príncipe de Mplé, un principado griego, pero él no es distinto sólo por ser griego, él es distinto de todos los hombres. Confié muy rápido en Alexis de Mplé. Y hoy estoy segura que hice bien, porque ahora, mientras escribo, al volver la vista tras de mí, lo veo, en su cama, con el médico que lo examina antes de cambiarle los vendajes.

Alexis quedó muy mal herido, estuvo a punto de partir al otro reino, pero sobrevivió. Él me dice que por mi amor. Y yo le creo. El Prado está muerto, por su propia espada, por la mano del Príncipe Alexis de Mplé, mi prometido, quién será mi Rey, al que amo. Y el que originó, para vengar mi deshonor, esta guerra.

–Amor...

–Por favor, Amor de mi vida, no habléis, todavía estáis muy dedil, debéis descansar, el médico dijo que...

–Escuché lo que dijo el médico, sólo quiero deciros dos cosas muy importantes... La primera es que te amo –la sonrisa de la Princesa Camila iluminó el pálido rostro de Alexis, la expresión, sus llameantes ojos y el labio inferior levemente mordido le respondían: “Yo también te amo, amor. Sos lo más importante de mi vida”–... La segunda, es que no me importa lo que diga el médico, quiero ver a vuestro padre y al mío, y también a Hefestión.

–¡Amor! ¡Estáis totalmente loco! ¡No podéis pretender pelear en éste estado!

–Amor, debéis creerme, sólo vivo por tu amor, yo ya no tendría que estar vivo, sos vos lo que me mantiene en este mundo, y para cumplir mi obligación, tengo que tomar mi lugar dirigente al lado de nuestros padres, al lado de mi hermano Hefestión, dirigiendo a los caballeros que defienden la causa justa del Amor Verdadero, es por ello que peleamos esta guerra.

–Escuché de Hefestión y de otros Príncipes y Reyes griegos, justísimos, que tienen la misma práctica que vos, eximir a sus súbditos de los impuestos a la Sublime Puerta, poniendo a trabajar a sus nobles caballeros en minas secretas de oro y plata, que vos sos el mejor bailarín de todo Mplé y los principados aledaños, y hay quienes exageran, Hefestión, principalmente, diciendo que sos el mejor de toda Grecia.

–¡Ja! El mejor bailarín... Otra fama inmerecida, amor, como todas las que tengo.

–Me gustaría, si pudierais, ya que estáis con ánimo guerrero, que bailarais conmigo –Alexis de Mplé se levantó casi sin problemas, sólo hizo un gesto de dolor al alzar la espalda de la cómoda cama. Tomó a su Princesa en sus brazos para empezar a danzar–. ¿Conocéis, amado Príncipe, aquella fama que tienen los buenos bailarines?

El sitio al Castillo se prolongó durante meses, como es habitual, ningún castillo cae rápido, y éste, en particular, estaba defendido por los caballeros del Rey, por dos Reyes griegos, y cinco Príncipes leales a Alexis: caballeros de la Patria de Occidente, que no desafiaban al Gran Turco, sólo por inferioridad numérica, un Nuevo Sacrificio como el de los 300, entendían, incendiaría Grecia, y la reduciría a cenizas.

Esta guerra era distinta, la había originado la muerte de un Príncipe que había manchado el honor de una Princesa, y ellos estaban ahí porque el responsable de ajusticiar a ese Príncipe indigno, había sido un justísimo compatriota, el Príncipe Alexis de Mplé. Posteriormente, Alexis y Camila se habían comprometido.

La voz de la Princesa Camila resonaba en la escalera de la torre; agitados la subían, saltando entre escalones, Alexis y Hefestión. La puerta no resistió el enviste y cedió de inmediato. Alexis palideció al ver la figura del Príncipe del Prado.

–¡Vos estáis muerto! ¿Cuántas veces tengo que matarte para que nos dejéis en paz? ¡No puedo pelear contra un fantasma! ¿Cómo venceros, cómo vuelvo a mataros?

–Tranquilo, Mplé, no necesitáis reflexionar tanto. Pronto estarás vos también muerto, eso es lo que vine a anunciar a la Princesa. Adiós, Alexis de Mplé, pronto, serás lo que yo soy –dijo y comenzó a desvanecerse.

–¡Yo jamás seré lo sos vos! ¡Jamás! Muerto, todavía seré distinto.

El Príncipe Alexis de Mplé cayó sobre sus rodillas, inmediatamente la Princesa Camila fue a abrazarlo. Los rizados cabellos de Alexis se apoyaron sobre el vientre de Camila. Hefestión se mantenía en la puerta de la habitación, explicando a los guardias que todo estaba bien. En la base de la escalera ya se escuchaban las preocupadas voces de los dos Reyes.

–Amor –dijo Alexis–… Tengo un sombrío presentimiento. Creo que es verdad que voy a morir, pero, para peor, no en el campo de batalla.

–¡Amor! ¿Qué estáis diciendo? Vos no vais a morir.

–Tu padre nos impide el casamiento hasta que esta guerra no termine. ¿Cuánto tiempo más creéis que podamos ocultárselo? –la Princesa, al escuchar esa pregunta, desfalleció, perdió el equilibrio y cayó hacia su espalda; Alexis la atrapó y la depositó suavemente en el piso.

–¡Un médico! ¡Un médico! –gritó Hefestión desde la puerta, al tiempo que los Reyes entraban en la sala.

Así fue como se descubrió el embarazo de la Princesa Camila. Su padre, el Rey, exigió a Alexis la única reparación que él creía justa: su vida.

–Príncipe Alexis de Mplé, justo gobernante griego, justo entre los justos. ¿Sos capaz de reconocer la falta y asumir las consecuencias? –preguntó el Rey en Asamblea en la plaza principal del Castillo, con todas las tropas reunidas y formadas. En primera fila, detrás de Alexis, su padre, el Rey, el segundo Rey griego, el Príncipe Hefestión de Kókkino, y los cinco Príncipes amigos, compañeros, hermanos de Alexis. Detrás de ellos, sus caballeros.

–Reyes y Príncipes de Grecia –dijo Alexis en su lengua madre. Un intérprete comenzó a traducir de inmediato al Padre de Camila–: Sé que creéis que estáis aquí por mí y que creéis que vuestra obligación es para conmigo. En este mundo, caballeros, existe sólo una Causa Justa, la del Amor Verdadero, y es por ella por la que peleamos esta guerra. Por el Amor, éste Castillo debe prevalecer, porque en un futuro, será gobernado por mi hija –murmuraciones comenzaron entre los griegos; el Rey del Castillo se puso de pie en cuanto el intérprete tradujo. Alexis lo detuvo con un gesto para continuar hablando–... La Princesa Camila, el Amor de mi Vida, mi Alma Gemela, lleva en su vientre el fruto de nuestro Amor. Eso es lo que el Rey de este Castillo, el Padre de mi Camila, considera una falta. Y yo, el Príncipe Alexis de Mplé, me someto a la pena que el Rey juzga conveniente en estos casos, la muerte –el Padre del Príncipe Alexis desenvainó su espada, pero Hefestión detuvo su mano, los caballeros del Rey desenvainaron al punto, pero se quedaron inmovilizados por la mirada fulminante y segura que Alexis depositaba sobre ellos–... ¿Qué os acabo de decir, Padre, caballeros? Esta lucha es por el Amor Verdadero, este Castillo debe existir y prevalecer para ser gobernado por la hija que nacerá de Camila y de mí. Vuestra obligación, Padre, caballeros, es continuar peleando por ese objetivo, aún después de mi muerte, sometido a las leyes de este Castillo.

El Rey del Castillo se acercó pasivamente al Príncipe Alexis de Mplé. Alexis esperaba que sus palabras lo conmovieran, y el Rey revocara la arbitraria sentencia de muerte. Había convencido a Camila que lo mejor que podían hacer era aceptar la sentencia, pero pedir al Rey el beneficio de ser él mismo quien comunicara a los caballeros griegos las razones, para evitar una sublevación y el baño de sangre. El Príncipe Alexis y la Princesa Camila esperaban que la oratoria de Alexis pudiera hacer cambiar al Rey de opinión, tal era otra de las famas del Príncipe de Mplé, tenía fama de orador.

–Gran orador, Alexis de Mplé –dijo el Rey del Castillo–, otra de tus famas inmerecidas, como todas las que tenéis –desenvainó la espada Mplé y atravesó el medio del pecho del Príncipe. Alexis cayó, con sus ojos inmutables en el Reino de los Cielos, y la boca llenándosele de sangre, atravesado por su propia espada, tal cual él lo había hecho con el Príncipe de El Prado.

La Asamblea quedó en absoluto silencio, sólo se escuchaba el llanto de la Princesa Camila y su avanzar apresurado entre los caballeros hacia el centro de la plaza. Pronto, llanto y sollozos ensombrecieron los rostros no sólo de la totalidad de los guerreros griegos, sino también de muchos caballeros del Rey del Castillo, y el pueblo, en su totalidad. Alexis de Mplé era quien ellos querían como el consorte de su Princesa, como su futuro Rey.

Hefestión arrojó sus armas al suelo, se despojó de su armadura y avanzó hacia Camila, quien abrazaba el cuerpo sin vida, pero todavía con los ojos abiertos, de Alexis, el Principado de Mplé, ahora estaba bacante. Hefestión tomó el mango de la espada Mplé y la retiró; la sangre de Alexis se disparó y manchó el pecho de Hefestión, así como, todavía más, a la Princesa Camila. El Príncipe de Kókkino se embadurnó el rostro con la sangre de su amigo, se compañero, su hermano. Tras cerrar los ojos de Alexis, clavó la espada Mplé en el suelo, frente a Camila.

–Esta espada, Camila, es la espada del Príncipe de Mplé, ya no es de Alexis, es del fruto de tu vientre, y con ella, matará a tu padre, su abuelo, para vengar la muerte de su padre, así de trágicos somos los griegos... Hasta siempre, Camila, sos bien recibida en Kókkino

El Príncipe Hefestión dio media vuelta y caminó hacia el portón principal. Le fue alcanzado el estandarte blanco, el de rendición, el que siempre llevan, pero jamás habían usado. Los Reyes y Príncipes griegos se encolumnaron detrás de los caballeros de Hefestión. También caballeros del Rey del Castillo abandonaron su formación, nobilísimos guerreros que habían tratado con Alexis y habían aprendido a amarlo, no tanto como la Princesa Camila, pero sí de forma cercana a como lo aman Hefestión y sus hermanos. El pueblo, al ver cómo sus caballeros más nobles se retiraban del Castillo junto a los griegos, tomó una determinación. El Castillo se despoblaba, unos pocos caballeros quedaban en la plaza, leales al injusto Rey.

–¡Gonzalo! –llamó Camila.

–Princesa –respondió el caballero, solícito.

–Llevad el cuerpo de Alexis a Mplé –dijo con la voz entrecortada por su estado–, que sea honrado como debe ser.

–Princesa, venid con nosotros.

–Por supuesto, Gonzalo, no os preocupéis, yo voy con mi Amor, a donde él vaya.

Gonzalo tomó el cuerpo de Alexis desde los hombros, pronto, otro caballero se acerco para llevarlo desde los pies, antes de abandonar el portón principal, el cuerpo de Alexis ya viajaba al descanso eterno, sobre una improvisada camilla.

En ese momento, un mensajero del Rey sitiador, el Padre del Príncipe del Prado, se acercó hasta Hefestión de Kókkino.

–Príncipe Hefestión de Kókkino, ¿por qué se retiran las tropas griegas? ¿Dónde está Mplé?

–Vuestra guerra ya no tiene sentido, el culpable de matar a vuestro Príncipe está muerto. Pedid audiencia con el Rey del Castillo ahora mismo y veréis su cuerpo muerto en la plaza, llorado por la Princesa Camila y por el Pueblo.

El mensajero avanzó al costado de la columna griega saliente, se sorprendió cuando vio armaduras de los Caballeros del Castillo encolumnados detrás de los griegos. Yéndose, con ellos. Entonces lo vio. Se acercó para tener la certeza. El Príncipe Alexis de Mplé estaba muerto.

Confundido, el mensajero regresó al campamento sitiador. Hefestión y las tropas en retirada habían detenido su avance, debían esperar que el Rey enemigo los dejara pasar. El campamento sitiador comenzó a ser desmantelado. Primero que nada, se abrió una brecha para que los griegos pudieran pasar. Los tres Reyes se encontraron. El Rey sitiador sabía lo era perder un hijo, era un Rey justo, sabía que su hijo no era de lo mejor, pero era su hijo y tenía que vengarlo.

–Así me quedé, de rodillas, en el centro de la plaza, cubierto mi cuerpo con la sangre de mi amado, con el fruto de nuestro amor en mi vientre, contemplando el reflejo distorsionado de mí rostro en la hoja de la espada Mplé. Mi Madre, la Reina, se acercó a mí con la cabeza cubierta, no llevada la corona, sus ropas no eran nobles. Le dije que avanzara, que se perdiera entre el pueblo, que por supuesto que yo iría. “Voy con mi Amor, a donde él vaya”, repetí una vez más... Entré en la sala del trono por un pasaje de escape, para que los caballeros que guardan la puerta principal no vieran que llevaba la espada Mplé... Mi padre estaba tan extrañamente concentrado que no supo que yo estaba allí, hasta que estuve muy cerca... ¿Se habría arrepentido? No puedo saberlo... Sé que ni siquiera intentó defenderse...

–¿Qué pasó después? –preguntó impaciente el Profesor, ante el silencio de varios minutos en que la médium se había sumido.

–Me fui, me fui a donde me esperaba mi Amor.

Mat Elefzerakis;

Viernes 29 de marzo de 2007

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