miércoles, 29 de agosto de 2007

Estirpe - Mat Elefzerakis

Verdes… Verdes pero llameantes ojos, me observan desde el retrato de mi abuelo… Nunca había podido entender por qué mi padre, quien heredó esos ojos, actuaba como actuaba, hasta esta noche. Hoy todas mis incógnitas quedaron respondidas y, finalmente, por primera vez en mi vida, puedo decir que lo entiendo, que lo perdono.

Siempre consideré a mi padre un tipo chapado a la antigua, un hombre de otra época y que, por tanto, desencajaba en el mundo actual. No estuve equivocado; no respecto de esto; nunca lo estuve. Eso lo supe esta noche, pero aprendí algo más, yo tampoco encajo en esta época.

Sus ideas anticuadas siempre chocaron con las mías. Yo, en la vanguardia ideológica, o tal vez no tanto, pero sí contestatario, nunca conformista y, por encima de todas las cosas, el mayor compromiso, la mirada al futuro, al devenir de los acontecimientos. Jamás a quedarse en lo que fue, sino más bien en lo que pueda llegar a ser, tomando aquello que fue y nos sea útil para lo que queremos que sea. Mi padre, en cambio, creía vivir, todavía hoy, en un pasado donde los patriarcas familiares tienen control absoluto sobre toda su progenie. Convencido en su postura, para conmigo, su actitud fue un constante y permanente menosprecio y descalificación. Pelotudo esto, pelotudo aquello, y así.

Otra diferencia fundamental entre nosotros era lo que respecta a la formación. Él creía en el saber práctico, en lo que se aprende haciendo, con la propia experiencia. Yo no descarto, de ninguna manera ese tipo de saber, me parece totalmente válido, pero es él quien invalida la base fundamental de mis conocimientos, los libros. Casi todo lo que sé lo aprendí de ellos. Por ejemplo, él cree tener la verdad absoluta sobre el pasado reciente por el sólo hecho de haberlo vivido. No le niego que sepa, pero lo que sí niego es que sepa alguna especie de verdad revelada que le de el conocimiento absoluto acerca de lo que pasó, como él trataría de ostentar. Por mi parte, los testimonios que yo conozco sobre el pasado reciente me llegan a través de escritos: libros, entrevistas, ensayos… Puede que mi conocimiento sea fragmentario, tal vez partidario, pero es conocimiento al fin. Para él, por supuesto, eso no representa nada, ningún tipo de saber. Probablemente no leyó ningún libro jamás en su vida por decisión propia, sólo los, pocos, que le estaban impuestos por sus obligaciones.

Su padre, mi abuelo, a quien ahora mismo observo a través de su retrato, mirando detenidamente sus ojos verdes, amenazantes aún desde la añejada fotografía, era un patriarca. Los ojos de mi padre, me acerco a observarlos, tienen también ese poder, el de la intimidación. Su color es muy similar, los miro a uno y a otro, y entiendo, finalmente puedo entender, y perdono.

Mi padre creció bajo la hegemonía de hierro de mi abuelo… Pero, en la época en la que a mi abuelo le tocó ser padre, eso era común, era lo habitual; los padres tenían que ser patriarcas y los hijos, sumisos súbditos. Mi abuelo planeó la vida de todos sus hijos, sólo la última, mi tía más joven, logró lo que los mayores no habían siquiera intentado, escapar del poder patriarcal del viejo, viajando al exterior, escapando, huyendo.

Recuerdo mis visitas al abuelo. Era un niño no definido ideológicamente, me movía a visitarlo el sentimiento de piedad filial, o sea, era mi abuelo. Mi prima mayor ya había entrado en conflicto con él y, si yo mismo no lo hice, fue por falta de tiempo, porque todavía no había llegado a esa etapa donde el pensamiento está formado. Las visitas al abuelo eran repetitivas, o, tal vez, eran la misma visita, una, y otra, y otra vez… Las mismas anécdotas, las mismas historias, sus viajes por el país, a través de las provincias, sus recuerdos de juventud. Se había ido de su Salta natal muy joven, y tenía cosas para contar, pero yo ya las había escuchado muchas veces. Siempre las mismas historias, en el mismo orden.

Cuando el abuelo se fue, me acerqué a mi padre. Él estaba susceptible, débil, tal vez la pérdida de aquel férreo instructor lo ablandaría lo suficiente para hacer de él una persona más amena. Siempre admiré su capacidad para aparentar, tal vez él mismo ni siquiera lo hacía conscientemente, sino que actuaba así porque era su naturaleza, una especie de doble cara. Una imagen para la gente exterior a la familia, el incorruptible patriarca al interior. Mi padre había tomado aquel acercamiento como un cambio en mí. Pero, por supuesto, muy poco tiempo después volvimos a discutir.

Pensé que habías cambiado, pero ahora volvés a ser el mismo me había dicho.

Yo nunca cambié, fuiste vos el que había cambiado, tu sensibilización te había permitido verme como soy, sin el deformante de tu prejuicio, pero ahora, parece que ya sos el mismo otra vez.

Frío, desamorado. Nunca me faltó nada, excepto amor y comprensión. En esos campos me fue imprescindible el aporte de mamá. Si no fuera por ella… Edipo, podría haber sido mi nombre y no hubiera estado ofendido nunca, de ninguna manera. Edipo, sí, el más trágico de los héroes, el único que triunfa por su inteligencia, no por su fuerza (bueno, en rigor de verdad, o de exactitud, Odiseo también). Como a Edipo, mi destino me oponía a mi padre. Tal vez, él mismo lo sabía.

Esta noche lo perdono, hoy puedo entenderlo.

Me duele la cabeza, me desvanezco.

Voy a tratar de escribir lo más rápido posible lo que falta, porque ya no sé cuánto más pueda resistir. Escupo sangre. Sí, es sangre lo que mancha esta hoja, pero no sólo la mía, la de mi padre, la de mi estirpe condenada, maldita. Miré otra vez el retrato de mi abuelo, comparé sus ojos con los de mi padre… Los del viejo tienen más vida. Cerré los ojos de mi padre y tomé la lapicera otra vez, manchándola con la sangre paterna, patriarcal.

La decisión de mi abuelo para que su hijo primogénito, no mi padre, un tío mayor, fuera policía, tenía una muy fuerte coherencia, ahora lo veo, puedo entenderlo, finalmente, y lo perdono, no lo justifico, pero lo perdono, a mi abuelo, a mi padre. Entrenamiento, endurecimiento, por eso a la policía. Imprescindible para el destino que el abuelo sabía que tenían sus hijos. Del que no podían escapar, del que no puede escapar ningún varón de nuestra familia, de nuestra estirpe. Entiendo por qué mi padre no me lo dijo hasta esta noche, última y fatal.

Cuando mi tío murió en un accidente, fue mi padre el que empezó su entrenamiento, su endurecimiento en la policía. Pero, ahora, a la luz de los hechos como los conozco, creo que en realidad la historia que sé, la que me contaron, encubre lo que pasó entre mi tío y mi abuelo. Idéntico a lo que pasó anoche, entre mi padre y yo…

Como le era habitual en esta época del mes, mi padre sufría sus migrañas. Desde hace unos meses, a mí también me están atacando, justo en la misma época. Me había pedido verme a medianoche, en lo más profundo del parque, dijo que teníamos que hablar cosas muy importantes, pero que tenía que ser esta noche, ni antes ni después.

Esperé sentado en el árbol desde unos diez minutos antes de medianoche; lo vi acercarse cuando todavía faltaban unos minutos. Mi cabeza retumbaba como si tuviera varios tambores dentro, supuse que a él le pasaría lo mismo, después de todo, últimamente, compartíamos ese sufrimiento…

–¿Cómo está tu cabeza? –me preguntó.

–Como un tambor.

–No te preocupes, en unos instantes parará, pero, a la vez, se pondrá peor –la expresión de mi rostro debió haberle hecho intuir que no había entendido–… No es nada complicado, de hecho, es algo que está mucho en los libros, en tus queridos amigos, los libros.

Miró al cielo; lo imité, y vi la luna llena, resplandeciente. Su brillo, repentinamente, se hizo más intenso, y mi cabeza estalló. Mi cuerpo se estremecía, caí del árbol y comencé a dar tumbos sobre el pasto, atiné a voltear hacia mi padre buscando ayuda, pero ya no era mi padre quien estaba allí parado.

Mirándome, entendiendo mi sufrimiento, el mismo que él había tenido hace tanto tiempo, un Hombre Lobo permanecía en su sitio.

–No te volverás a sentir así nunca más, es sólo la primera vez –me dijo.

Su voz no era la misma que con forma humana, por supuesto, pero me tranquilizó el hecho de poder seguir hablando, poder seguir pensando, a pesar de la monstruosa transformación…

Pero estaba equivocado.

Desperté otra vez con forma humana, mortalmente herido, no en el parque, sino en la casa, con el retrato de mi abuelo en la mano. Supongo que el dolor de la primera transformación en Lobo ciega la conciencia del Hombre, pero no puedo estar seguro. No habrá segunda transformación, me estoy muriendo. Mi padre yace muerto, asesinado por mí…

Mi tío murió, seguramente asesinado por mi abuelo la noche de su primera transformación, cuando su conciencia estaba cegada y no podía usar el conocimiento adquirido. Mi padre, seguramente intimidado por eso, fue sumiso al líder de la jauría, ahora puedo llamarlo así… No sé cómo evitó la lucha movida por la inconciencia de la primera transformación, pero sé que convivieron los dos, como Hombres Lobo, no tengo forma de saberlo, ahora no puedo preguntarle y no tendré tiempo de preguntar a nadie más. Muero… Sólo espero poder terminar de escribir.

Muerto mi abuelo sin desafiante, el liderazgo natural de la jauría pasó a mi padre. A mí me tocó disputárselo esta noche, pero guiado por el instinto del Lobo, antes que por la decisión racional del Hombre.

Mat Elefzerakis;

martes 09 de enero de 2007

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