viernes, 28 de diciembre de 2007

Ejemplo



Pilar Bauza es enfermera, trabaja para la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras, que se encarga de brindar atención médica en los principales sitios de conflicto del mundo. Ahora está en Somalia (África, noreste, cerca de Egipto), SECUESTRADA por uno de los tantos grupos que en una interminable guerra civil se disputan el país desde hace 16 años.
Pilar, como todos los integrantes de Médicos Sin Fronteras, es un Ejemplo, Verdadera Vocación de Servicio.
Pasaron 40 horas de cautiverio, esperemos que esté pronta la hora de la liberación.

Mat Elefzerakis

jueves, 20 de diciembre de 2007

“Romances turbulentos de la historia argentina”, de Daniel Balmaceda


Según el autor, Daniel Balmaceda, todas las historias, incluso las políticas, hablan sobre el amor. Y fácilmente demuestra su punto contando historias de amor entre los personajes que fueron protagonistas de los grandes hechos de la Historia Argentina, hechos políticos, económicos y sociales, sin haber dejado nunca de ser personas seres humanos sintientes y apasionados, que amaban y dejaban de amar, como cualquiera de nosotros, con la misma pasión y sentimiento.

Todos los capítulos sobre Fabián Gómez y Anchorena son divertidísimos. Sí, divertidísimos, ¿puede un libro de historia ser “divertidísimo”? Sí, puede serlo y este lo es.

Balmaceda humaniza a nuestro súper héroe nacional, el General José Francisco San Martín, mostrándonos su relación con su señora esposa, Remedios de Escalada.

También, algo que sorprendió mucho a la crítica, declara que Manuel Belgrano no era gay, sino “metrosexual”, porque la sorpresa, si es algo que sabíamos, aunque no lo decíamos.

En fin, una forma amena de leer historia, para que la ayuda conocerla, pero no es imprescindible, se leé rápida y entretenidamente.

Mat Elefzerakis

miércoles, 19 de diciembre de 2007

lunes, 17 de diciembre de 2007

Festival de Fin de año de la Escuela de Arte Graciela Carpintero

LA ESCUELA DE ARTE GRACIELA CARPINTERO PRESENTA:

EL DOMINGO 23 DE DICIEMBRE DE 2007

FESTIVAL DE FIN DE FIN DE AÑO

1ra Parte: de 18:30 hs a 19:45 hs

2da Parte: de 20:00 hs a 21:30 hs

ENTRADA GENERAL: $15

TEATRO SANTA MARÍA: MONTEVIDEO 842, Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Montevideo y Córdoba).

BAILARÍN INVITADO: MAT ELEFZERAKIS (en la 2da Parte).

Mat Elefzerakis, para la Escuela de Arte Graciela Carpintero.

Si querés leer el artículo que CLARÍN publicó sobre MAT ELEFZERAKIS, cliqueá aquí

sábado, 15 de diciembre de 2007

“El conquistador”, novelón de Federico Andahazi


Quetzalcóatl

Técnica: Acrílico sobre Tela
Autor: Leopoldo Flores
Medidas: 1.50 x 1.10 mts.
Versión: Original
Universidad Autónoma del Estado de México.

*****

“El conquistador”, novelón de Federico Andahazi.

Quetza era un adelantado joven noble mexica, el pueblo nativo originario americano al que los españoles, tras la conquista, denominaron Azteca.
Había reformado el calendario y descubierto, leyéndolo, que la próxima Guerra definiría el destino de los Dioses mexicas, ya que sería una lucha entre Dioses, que podía costar la existencia al Imperio de Tenochtitlan.
Convencido de la forma esférica de la Tierra, logra que el Tlatoani (el emperador mexica) le conceda la gracia de viajar por mar, a Oriente, el lugar hacia donde está Europa.
Quetza hace el viaje que sólo los Vikings habían hecho antes que él, antes que Colón se aventurara en el Atlántico, tratando de llegar a la India.
Quetza, incluso, verá en los ojos de Cristóbal Colón, que el almirante de la Reina sabe lo que él sabe, que la Tierra es una esfera, que navegando a Oriente se llega a Occidente, y que navegando a Occidente se llega a Oriente. Lo que Colón no sabe, es que hay otro mundo al otro lado del mar, un mundo que, si Quetza regresa, se lanzará a la conquista de Europa, antes que Europa se entere de su existencia.

Mat Elefzerakis, sábado 15 de diciembre de 2007.


Citas:

“Tepec creía, al igual que sus ancestros, que era el miedo el único enemigo del hombre y que el temor, hijo del oscurantismo, era la mejor herramienta de dominación”.

“Se es lo que se hace”.

“El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral (...) no temas a la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla”.

“Quetza también advirtió otro hecho crucial para cuando tuviera que desembarcar con sus tropas: según sostenían los nativos, la lucha contra el moro no era sólo de índole territorial, política y económica, sino, ante todo, se trataba de una guerra entre sus dioses. Si el Dios más importante de los españoles era el Cristo Rey de la guerra, aquel al que le ofrecían sacrificios, el de los moros era uno al que se llamaba Mahoma. Igual que Quetzalcóatl, Mahoma fue, antes que un Dios, un hombre, un profeta. Como el sacerdote Tenoch, aquel que condujo a su pueblo hacia el lago sobre el cual fundó Tenochtitlan, Mahoma supo hacer de su ciudad de nacimiento, La Meca, el centro desde donde irradiaba su poder. También entendió Quetza que en el extraño panteón de aquellas religiones, Mahoma era la advocación de un Dios mayor llamado Alá. Cristo Rey era el Hijo del Gran Dios Padre, cuyo nombre, en los antiguos libros sagrados de los judíos, era Jehová. Pero lo que más sorprendía a Quetza era el hecho de que unos y otros reconocían en Alá, Dios Padre y Jehová al mismo y único Dios. Por otra parte, los musulmanes aceptaban al Cristo Rey como un profeta y a Abraham, el gran patriarca del antiguo pueblo de Israel, de donde provenía Cristo, como su propio padre fundador. De hecho, el templo de la ciudad de La Meca, cuna de Mahoma, había sido erigido por Abraham. Entonces, se preguntaba Quetza, cuál era el motivo último de aquella guerra interminable. Acaso, se respondía el joven jefe mexica, el nombre de los dioses fuese la excusa para disputarse territorios, riquezas y voluntades”.

“Tampoco Quetza conocía las circunstancias que había traído a Keiko desde el Oriente Lejano. Pero podía adivinar en los ojos de la niña una tristeza oceánica, tan extensa como la distancia que la separaba de su Cipango natal [Cipango es el nombre que Marco Polo dio a Japón]. Eran dos almas unidas por el azar y el desconsuelo y, sin embargo, los únicos que conocían la forma completa de ese mundo que los había desterrado. Y tal vez ésa sea la clave de su descubrimiento. Quizá, se decía Quetza, para conocer el mundo tal cual era, había sido necesario estar fuera de él, tan lejos como sólo puede estarlo un exiliado”.

“Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones”.

De “El conquistador”, de Federico Andahazi.


lunes, 10 de diciembre de 2007

La Razón, la Justicia y la Ley



Fuente: Miller, Frank: "300".

miércoles, 5 de diciembre de 2007

In fraganti



Cuentos 2: “In fraganti”. Los mejores narradores de la nueva generación escriben sobre casos policiales. Selección a cargo de Diego Grillo Trubba.

Prólogo. Géneros menores, crímenes mayores, por Diego Grillo Trubba

Mariana Enríquez: Ángel de la guarda

Leonardo Oyola: Matador

Romina Doval: Mata a tu Dios

Juan Terranova: Fuego chino

Ana Cecchi: La puerta de bronce

Alejandro Parisi: Sesenta kilos

Diego Erlan: Nadie habla

Julián Urman: La nada en todas sus formas

María Molteno: Sesiones

Hernán Vanoli: Los príncipes

Maximiliano Matayoshi: Sin penas ni rencores

Pablo Ali: La apariencia del delito

Violeta Gorodischer: Ellas

Juan Diego Incardona: El Oreja

Gisela Antonuccio: La secretaria

Pablo Toledo: Causas simples para crímenes improvisados

Marina Kogan: Sobre sus pasos

Pablo Plotkin: Mamá Rosa

Patricia Suárez: La valiente Irene

Germán Maggiori: Volveré

Federico Falco: Los días que duró el incendio

domingo, 28 de octubre de 2007

28 de Octubre: Óji Méra (Día del No)

El Gran Rey de Persia, Jerjes, pidió al Rey Leónidas de Sparta que se rinda y entregue sus armas, antes de la batalla de las Termópilas. Leónidas sólo tenía 300 hombres. Jerjes, tenía miles.
La respuesta del Rey Spartano fue un categórico “No”. “Ou” (Ú), en griego antiguo. Los 300 de Leónidas fueron masacrados, pero permitieron a Atenas organizar la defensa de las Polis griegas que todavía estaban en pie para pelear.
Algunos siglos después, un dictador sanguinario (como todos los dictadores) gobernada Grecia. Metaxás era su apellido, y tuvo la misma respuesta al Duce italiano, Mussolini, cuando éste le exigió la rendición de Grecia, el 28 de octubre de 1940. “Óji”, respondió categórico: “No”, repitiendo el grito que le llegaba desde Leónidas, a través de los siglos.
El valiente ejército griego evitó la invasión italiana, haciéndolos retroceder al interior de Albania, pero no pudieron evitar que los Nazis, más avanzados tecnológicamente, pudieran hacerlo. Por supuesto, sólo fue el comienzo de la Resistencia, la guerra de guerrillas, como siempre, a LIBERTAD O MUERTE.

Mat Elefzerakis



“Hace 63 años, el 28 de octubre de 1940, un dictador fascista italiano (Mussolini) atacaba Grecia, que por aquel entonces estaba bajo la férula de otro dictador fascista (Metaxas) el cual, a pesar de haber recibido educación alemana como oficial del ejército, estaba bajo el control británico a través de un rey emparentado con la dinastía británica.

“¿Y qué pasó con las poblaciones italiana y griega? Con respecto a los soldados italianos, éstos fueron unos invasores bastante renuentes; en cambio los soldados griegos lucharon con todas sus fuerzas para defender sus vidas y las de sus familias. Lograron detener a los invasores, e incluso les obligaron a retroceder ampliamente dentro de Albania. (Los italianos habían atacado desde Albania, ocupada por ellos entonces). La contención de los invasores italianos duró seis meses, hasta que Hitler apareció al rescate de Mussolini en abril de 1941; en un par de semanas los Nazis estaban en Atenas. Tres años más tarde, los Nazis masacrarían a los soldados italianos (sus aliados) por toda la Grecia ocupada.
(Nota: Los griegos se defendieron lo mejor que pudieron, pero, como era de esperar, fueron derrotados y comenzaron entonces el penoso camino a pie desde la frontera hasta sus pueblos y hogares. Algunos llevaban sus fusiles de vuelta a casa, con la intención de seguir resistiendo a los Nazis en la guerrilla. Por aquel entonces yo vivía en Atenas, cerca de una cantera abandonada.)
“(…)

“La resistencia de los griegos contra los Nazis fue, probablemente, la más firme y eficaz de toda Europa; desde luego con un sangriento y alto coste para los griegos. No obstante, fueron los británicos los que empezaron a perder el control del país al tener que enfrentarse a una población griega en armas y a favor de la revolución social y de la independencia nacional. De esta manera, cuando los Nazis se retiraron de Grecia a finales de 1944, los británicos se vieron obligados a recurrir a la violencia para "pacificar" a los griegos y traerlos de vuelta al mundo anglosajón, conocido entonces como "mundo libre". Cuando los británicos anunciaron en 1947 la bancarrota de su imperio, los Estados Unidos entraron en escena para imponer el suyo propio y continuar con la tarea de pacificar a los griegos mediante torturas, asesinatos y campos de concentración.
“Ocurre así que los griegos celebraban dos importantes eventos históricos: la resistencia del 28 de octubre contra los italianos y la Resistencia contra los Nazis. El primero pasó a ser "Fiesta Nacional", ya que pertenecía al concepto de "nacionalismo" aprobado por británicos y estadounidenses; el segundo, la resistencia contra los nazis, no sólo quedó oculto en algún agujero de la memoria, sin merecer la consideración de fiesta nacional, sino que se transformó en un peligroso antecedente para aquellos que lo vivieron, al convertirse en símbolo de la lucha por la justicia social y contra los imperios, ideas no compartidas por británicos y estadounidenses (…)”.

Fuente:
Raptis, Nikos. “La Bandera”, en http://www.lafogata.org/opiniones/aiz_bandera.htm

viernes, 26 de octubre de 2007

El Ejercicio de la DEMOCRACIA, en NUESTRAS MANOS.




Este domingo, 28 de Octubre, los argentinos tenemos la responsabilidad de elegir qué modelo de país queremos para el futuro. En las urnas, tenemos que depositar nuestra confianza con el que creamos que mejor nos representa.
Lamentablemente, esa representación muchas veces es utópica, uno no encuentra quién lo representa, y entonces se piensa otras cuestiones que determinen nuestro voto. El menos malo, suele predominar, aunque es todavía más frecuente el voto castigo y el voto “en contra de”, en detrimento del voto a favor de, que es lo que tendría que predominar.
Sólo tratemos de votar lo más responsablemente que podamos.

Mat Elefzerakis

martes, 23 de octubre de 2007

30 años de las Abuelas de la Plaza de Mayo

Hasta recuperar al último de los nietos, al último de los hijos de los Desaparecidos.

Justicia, Verdad y Memoria.

Ni olvido, ni perdón, ni reconciliación.










viernes, 12 de octubre de 2007

12 de Octubre de 1492


11 de Octubre: Último Día de Libertad de los Pueblos Originarios de América.

jueves, 4 de octubre de 2007

HOY TODOS SOMOS CARLOS FUENTEALBA


Hace 6 meses asesinaron un docente...

Ya pasó medio año...

El Gobernador que ordenó la represión, responsable de esa muerte, quiere ser Presidente...

Duelo Nacional, no, Duelo Universal.

Mat Elefzerakis

jueves, 27 de septiembre de 2007

BUENOS AIRES/ ESCALA 1:1 Los barrios por sus escritores


BUENOS AIRES/ ESCALA 1:1
Los barrios por sus escritores




• Abasto / Federico Levín
La calle de los maniquíes

• Almagro / Lucas “Funes” Oliveira
Escondite perfecto

• Bajo Flores / Leonardo Oyola
Animetal

• Barrio Parque / Washington Cucurto
El barrio de las siervas

• Belgrano / Mariana Mariasch
Justo antes de la matanza de los pretendientes

• Boedo / Oliverio Coelho
Diario de Boedo

• Caballito / Violeta Gorodischer
Todo es relativo

• Chacarita / Leonardo Longhi
Vamos, funebrero (un prólogo)

• Colegiales / Ignacio Molina
Las palomas

• Congreso / Cecilia Pavón
Congreso, 1994


• Flores / Alejandro Parisi
Besos por Flores


• La Boca / Iosi Havilio
Quinquela


• Núñez / Sebastián Martínez Daniell
Claves para turistas con impedimentos ópticos


• Once / Natalia Moret
Eleven

• Palermo / Nicolás Mavrakis
Palermorama en seis vuelos rasantes

• Parque Centenario / Romina Paula
Autonomía


• Parque Patricios / Mariano Pensotti
Autocine


• Puerto Madero / Félix Bruzzone
Fumar bajo el agua

• Recoleta / Joaquín Linne
Ideal II



• Retiro / Diego Grillo Turbba
Todo lo que se puede hacer por Paula

• San Telmo / Ricardo Romero
Habitación 22

• Villa Crespo / Sonia Budassi
Capacidad de adaptación

• Villa del Parque / Hernán Vanoli
En la santería

• Villa Lugano – Villa Riachuelo / Juan Diego Incardona
Walter y el perro Dos Narices

• Villa Urquiza / Maximiliano Tomas
La traición del Calubi


*****

lunes, 24 de septiembre de 2007

Las actas del juicio - Ricardo Piglia




En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:
­Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse. hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.
­¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:
­¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.
­Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.
­¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:
­ Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.
­¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
­No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.
­Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.
­Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.
Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.
­En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.
Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.
­No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si. buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:
­Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?
Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.
Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.
Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.
De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenia asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
­Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.
­¿Qué pasa acá? ­dijo.
­Pasa que nos volvemos, mi general.
­¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?
Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.
Esa fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.
Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.
Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.
Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:
­Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.


Ricardo Piglia

jueves, 20 de septiembre de 2007

Jan Sibelius Inmortal




Johan Julius Christian Sibelius, Hämeenlinna, 8 de diciembre de 1865, Järvenpää, 20 de septiembre de 1957...

jueves, 13 de septiembre de 2007

Escribir y escuchar - Mat Elefzerakis




(Al Tigre Harapiento, Leo Oyola, y al Arte)

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Siento la necesidad de ponerme a escribir

Entonces, tomo una lapicera; extiendo una servilleta

Rudimentario método, experimental tal vez, para escribir

Vivir es escribir, en cualquier momento y lugar, mundos crear

Imaginación estimulada, sentimientos disparados, posibilidades

Lugares fácticos y fantásticos, escape imprescindible

La soledad ya no agobia, la escritura me alboroza

Escucho leer a mi amigo Leo, dejo de escribir para escuchar

Tiempo de regocijo, disfrute de buena literatura, mejor que la mía

Amor por el arte, amor por las letras, amor por escribir y escuchar


Mat Elefzerakis. Miércoles, 09 de agosto de 2006

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viernes, 7 de septiembre de 2007

jueves, 6 de septiembre de 2007

viernes, 31 de agosto de 2007

Macabeo - Abelardo Castillo

Macabeo

Se sabe aparte, intocable, infamado,

proscripto, y como tal se reivindica (...),

se hace judío él mismo y por sí mismo, hacia

y contra todos.

JEAN-PAUL SARTRE





A Arnoldo Liberman




El 3 de agosto de 1960, el señor Milman de la colectividad judía, de la pequeña colectividad judía de un pueblo de provincia, se despertó sobresaltado; el señor Benjamín Milman. que había llegado a la Argentina quince años atrás.

Un momento antes –si hubiera estado despierto– habría podido escuchar el ruido de la cancel en el piso bajo. el ruido de la mesita del hall que alguien empujó en la oscuridad y luego el ruido de unos pasos, tropezantes, ahogados en la alfombra de la escalera. Porque ahora eran pasos. Pero hace unos minutos, cuando venían por la calle ensombrecida del pueblo, habían sido carrera; una carrera desesperada, febril, que comenzó en la carpa Schlem Aleijem del campamento y terminaba ahora, convertida en pasos que subían hacia el cuarto del señor Benjamín y allí se detuvieron indecisos, ante la puerta. Un segundo después –el tiempo que duró la indecisión o el tiempo que se necesita para tomar impulso– la puerta se había abierto, y fue como un disparo retumbando por toda la casa, porque al abrirse se estrelló contra la pared y, dando un bote, estuvo a punto de cerrarse de nuevo. Sólo entonces se despertó.

–...urer rau...!

Y acabó de despertarse cuando dos manos lo tomaron ferozmente por los hombros y una voz, a pocos centímetros de su rostro, gritó aquello, aquellas dos palabras olvidabas hacía quince años. Manos que ahora, levantándolo en peso, lo arrancaban del lecho mientras el señor Milman, de un manotón, alcanzaba a encender la luz del velador y veía la cara congestionada del muchacho, su pelo tan rubio, revuelto, mojado de haber corrido diez kilómetros bajo el rocío a campo traviesa, y sus ojos azules increíblemente abiertos y sus lágrimas. Y siguió escuchando aquellas dos palabras, repetidas, repetidas muchas veces con voz ronca, entrecortada de odio, mientras él, Benjamín Milman caía al suelo y sentía los golpes brutales en la cabeza. No lo comprendió en seguida.

–Standartenführer Rauser...!

Pero luego sí, todo, con espanto. Con el mismo espanto de quince años atrás, cuando alguien le avisó que todo estaba perdido y que Adolph acababa de matarse.

Samuel Milman tenía ocho años cuando, por primera vez, creyó entender que el mundo es complejo. Lo entendió en la escuela, y no porque durante la clase la maestra hubiera explicado esa cosa, la regla de tres, sino porque ahora, en el recreo, Marisa se había puesto las manos detrás de las orejas, imitando pantallas, y estaba diciéndole:

–Orejudo judío.

Después, con exagerado desprecio, le había sacado la lengua y salió corriendo.

Samuel, esa tarde, comprendió que si bien sus orejas eran bastante grandes y algo apantalladas también, es cierto, Marisa jamás se lo habría hecho notar así, delante de todos, si él no hubiera resuelto antes que ella aquel problema de las bolsas y la harina. De cualquier modo, Samuel Adolfo Milman, de ocho años, estaba secretamente enamorado de Marisa, y aquel día sufrió su primer desengaño.

Esa noche, mientras papá Benjamín terminaba de comer su barénique y el señor Adim contaba recuerdos de Varsovia, Samuel, en sigilo, se deslizó hasta el espejo de la sala y luego de achatarse las orejas con la punta de los dedos, frunció la cara: no. No le gustaba mucho verse sin orejas. En realidad, no le gustaba en absoluto: debe ser porque uno se acostumbra, pensó, y después inútilmente trató de verse de perfil. Pero verse el perfil ya resultaba bastante más difícil; había que torcer los ojos de un modo ridículo y esto, naturalmente, lo hacía parecer de verdad feo a uno.

–¡Papá...!

Y desde el comedor llegó después la voz del señor Benjamín, una especie de sonido desganado, tan lerdo, que se cruzó en el aire con la pregunta inmediata de Sammy. Y entonces, sí. Hubo un silencio inquieto; el inquieto silencio de dos hombres que, en el comedor, se estaban mirando tensos, con mirada de judío alerta, porque un chico en la sala acababa de preguntar:

–¿Qué quiere decir "ser judío"?

Samuel nunca comprendió demasiado bien aquello, aquella explicación. Ni esa noche sobre las rodillas del señor Adim que decía: es así, el mundo es así y lo fundamental es ser fuerte y estudiar (...y portarse bien, y quererlo mucho a papá Benjamín que se había sacrificado tanto desde que mamá estaba en el cielo, mamá Gretel como la llamaban a veces, no ahora, porque era el señor Adim quien hablaba y dijo: tu pobre madre Sara que está en el cielo), ni lo comprendió después, cuando discutía con la pequeña Raquel en el cobertizo, o cuando encontró aquellos papeles con membretes góticos y águilas, donde se decía los judíos son los enemigos seculares de la Nación y deben ser exterminados porque si no logramos destruir las fuerzas biológicas del judaísmo algún día ellos nos destruirán a nosotros, téngame al tanto de los procedimientos empleados en el Este e interiorícese de la utilidad que puede prestar el monóxido de carbono.

Ni tampoco lo comprendió a los diez años, cuando todavía no había hallado los papeles, pero escuchó por primera vez la palabra Treblinka.

–Cheket! –murmuró Benjamín ese día, el día que se mencionó la palabra Treblinka.

Samuel había entrado de improviso en la habitación y allí estaba, con los ojos asombrados, junto a la puerta. Detrás de su hombro asomó Raquel; Raquel tenía ocho años y mataba hormigas. Además era hija de los señores Adim, quienes, en este preciso instante, también se han quedado mirando a papá, que ha dicho:

––Cheket! –después pareció confuso–. Es muy chico todavía.

Y quería decir que Sammy era muy pequeño para saber ciertas cosas, en especial si se trataba de cosas referentes a Chelmo o a Treblinka. O a Auschwitz. Pero Raquel, que tenía dos años menos que Sammy y ahora estaba tomada de su mano, dijo:

–Yo sé. Ahí mataban a las personas. Luego, en el cobertizo, el chico preguntó:

–Pero, por qué.

Raquel se había encogido de hombros. Estaba muy ocupada en perseguir con una ramita a esa hormiga, la que lleva una hoja muchísimo más grande que ella sobre la espalda. Parece un velero.

–Por qué va a ser –dijo–. Porque eran judíos.

La hormiga, inútilmente, corría de un lado para otro; la ramita delante, luego detrás. La gran hoja se bamboleaba peligrosamente: un velero a punto de naufragar. Porque Raquel, ahora, está aplastando a la hormiga.

–¡No! –gritó Sammy, y Raquel lo había mirado; la cara del chico era una cara que no parecía de Sammy. Ella se asustó. El dijo:

–¿Por qué la mataste? Raquel dijo:

–Si era una hormiga.

En el Este, hasta el presente, la operación se lleva a cabo mediante gases de combustión. Ellos, con la ropa todavía puesta, marchan a través de rampas colocadas a la altura de los vagones y pasan directamente a las cámaras. En el garaje próximo los motores de los blindados y los camiones se ponen en marcha; el gas de los motores es llevado a las cámaras por medio de tuberías. El método es deficiente. A veces los motores no funcionan y el proceso se retarda. En general, pasa algo más de media hora antes de que todo quede en silencio dentro de las cámaras; es necesario dejar transcurrir otra media hora antes de abrirlas. Posteriormente se les quita la ropa, y rociándolos con nafta, se los crema en parrillas hechas de rieles. Blobel ha construido en Chelmo varios hornos auxiliares, alimentados a madera y nafta; ensayó, asimismo, la destrucción de cadáveres con la ayuda de explosivos, cosa que no dio, tampoco, resultados muy satisfactorios. Como he dicho, la mayor dificultad consiste en que los motores no siempre funcionan en forma pareja. Muchos pierden el conocimiento y es menester ultimarlos a tiros. En mi opinión, habría que hallar el modo de hacerlos entrar desnudos en las cámaras; esto aceleraría la operación.

–¿Cómo era Alemania?

De noche, con la luz apagada, a Sammy le gustaba hacer preguntas y escuchar la voz profunda de papá Benjamín. Estiró las cobijas hacia la barbilla y preguntó: "¿Cómo era Alemania?" Y papá contaba que él había nacido antes, un tiempo antes de la caída del Imperio, y Sammy, con los ojos cerrados, escuchaba las andanzas del Canciller de Hierro y la República de Weimar; pero nunca supo –o supo muy confusamente– el resto de la historia, porque había un período que papá, como muchos judíos, no quería recordar. De todos modos, no era eso lo que Sammy preguntaba.

–No. No digo de batallas y todo eso. Digo si había ríos, montañas. Cómo eran los árboles.

Samuel Milman tenía doce años y quería saber cómo eran los árboles. Benjamín abrió los ojos en la oscuridad: estaba preocupado. Sin embargo, habló de los Alpes de Baviera, donde había conocido a mamá Gretel, y del Zugspitze, el monte más alto del Reich.

Mamá Gretel. Entonces, sin saber por qué, Sammy pensó en la pequeña Raquel, que esta misma tarde, en el cobertizo, le había dicho:

–Y lo otro.

–¿Lo otro? –preguntó Sammy–. ¿Qué otro?

¡Porque lo que él había estado diciendo es que si las orejas de una persona son de esta manera o de aquélla, y lo mismo la nariz, no tiene por qué ser judío o goi. Porque de lo contrario papá Benjamín era mucho más judío que el señor Adim que tenía las orejas aplastadas y nariz chata. Y a Raquel no le había gustado mucho que Sammy dijera eso de su papá. Dijo: mi papá es tan judío como el tuyo, sabes; y más tarde discutieron. Pero antes de discutir, ella había dicho:

–Lo otro.

Entonces Sammy se dio cuenta de lo que la chica quería decir; de pronto se puso colorado hasta la punta de los cabellos, que eran tan rubios. Sin embargo, preguntó: qué otro. Y ella dijo:

–Lo que les hacen a ustedes. A los varones.

No lo miraba. Se había puesto a jugar, como siempre, con una ramita; pero ahora no jugaba con las hormigas, porque ya era grande y con una ramita también se pueden hacer dibujos, o escribir nombres en el piso de tierra: una vez hizo un corazón, y él lo vio. Claro que ella quería que él lo viese.

–La circuncisión –dijo Sammy–. Pero, vos qué sabes.

Además, lo que Raquel dice no tiene nada que ver porque, entonces, las chicas no son judías, y ella dijo que si seguían hablando, los únicos judíos del mundo, esa tarde, iban a ser él y el señor Benjamín.

–¡Pero si yo no digo nada! –Samuel se defendió confusamente.– Yo digo que, para ser judío, tampoco se necesita que a uno le hagan eso.

–¿Y entonces?

–Entonces qué sé yo. Moisés no tenía.

El argumento era demoledor. Samuel sabía muchísimas cosas de la Biblia y a Raquel la ponía orgullosa que él supiera: ahora Samuel estaba contando que fue Josué quien ordenó aquello, en el Gilgal, antes de Jericó. Después, como la conversación había llegado a un punto muerto, Sammy dijo adonde le gustaría ir cuando fuese grande. Dijo:

–A Alemania.

–¡Sos loco vos! –La chica parecía perpleja; se llevó una mano a la boca.– En Alemania están los nazis.

–¿Qué nazis? –Samuel no comprendía. Ella dijo:

–Los nazis.

Tampoco comprendía, es cierto. Y para evitar que él dijera nunca saben explicar las cosas, agregó apresuradamente por qué iba a ir a Alemania, y no a Israel, que es mucho mejor. Él, entonces, tuvo que empezar todo de nuevo y enseñarle que –como decía papá– uno es del lugar donde nace, y también judío.

Aunque nadie entendía muy bien que se pudiera ser dos cosas al mismo tiempo.

–Mi papá es polaco, entonces –dijo Raquel.

–Claro –dijo Sammy–. Y también judío.

–¿Y vos qué sos? Él dijo:

–Alemán, como papá –y antes de que Raquel agregara nada, ya se había dado cuenta de que aquello no estaba muy claro.

–¡Pero si vos naciste acá!

Y, por lo tanto, ser judío seguía siendo un asunto muy complicado. Lo mismo que lo de las orejas: si uno no es judío, nadie se fija; pero en cuanto saben que uno se llama Samuel o Benjamín, todo el mundo hace burla.

–¡Pero, eso es otra cosa! –dijo Raquel.

Le daba risa: Sammy, por cualquier motivo, salía hablando de las orejas. El chico pensó que las mujeres nunca entienden nada. Dijo:

–Entonces no sé lo que soy. Seré argentino, también.

–Pero si uno es argentino: por qué todos te dicen la rusa, o el ruso, que también quiere decir judío.

–Y yo qué sé –dijo Sammy–. Será como los negros.

–¿Qué negros?

–Qué negros va a ser: los negros. Que nacen donde nacen pero siempre son negros.

Esto le pareció bastante claro (aunque no comprendía por qué papá afirmaba que lo mejor, siempre, es ser alemán), y a ella le había dado otra vez mucha risa, y luego los dos estaban sentados en el suelo, juntos, riéndose. Esto había ocurrido a la tarde, en el cobertizo. Sammy, acostado ahora, escucha en la oscuridad la respiración del señor Benjamín, quien estuvo hablando del Zugspitze y de mamá Sara y que ya debía de estar completamente dormido porque, cuando Samuel decidió hacerle aquella pregunta, papá no respondió:

–Papá... ¿por qué me llamo Adolph?

... Hitler, cuya confianza respecto del Ziklon B nos ha llenado de alegría. El gas, que Hess recomendó a Eichmann sobre la base de una experiencia mía, es totalmente seguro. Se trata de un preparado del ácido prúsico, utilizado por la firma Tesch y Stanevob, de Auschwitz, para matar parásitos y provoca una muerte bastante rápida sobre todo si las cámaras están repletas de gente y, con preferencia, en lugares secos y herméticos. Los judíos destinados al crematorio, hombres y mujeres por separado, son conducidos a las habitaciones donde, luego de desnudarse, se les dice que se trata de una operación de despiojamiento. Para evitar sospechas se les recomienda que dejen sus ropas bien ordenadas y, sobre todo, que no olviden el sitio donde las dejan. Las cámaras, provistas de duchas y tuberías, no les inspiran el menor recelo. Luego de atornillar rápidamente las puertas, los encargados de la operación, ya preparados, arrojan por los agujeros del techo el Ziklon B que, a través de conductos especiales, llega hasta el suelo. La formación del gas es inmediata. Desde las mirillas puede verse cómo los que están parados más cerca de los conductos mueren en seguida. Otros comienzan a atropellarse, gritar y tragar aire. La pérdida del conocimiento sobreviene en relación con la distancia que separa a los judíos del conducto, y según la calidad del gas, que no siempre es la misma.

Media hora después se conecta la ventilación, se abren las puertas y comienza la extracción de muelas de oro, corte de cabellos, etc. Luego de lo cual se los lleva, en ascensores, hasta los crematorios.

Los ancianos, los enfermos, los débiles, caen antes: alrededor de los cinco minutos. Los jóvenes y sanos, y a veces los niños: entre cinco y diez. Los que gritan: antes de los cinco.

Tuvo ganas de gritar, pero dijo:

–No quiero. No voy a pelear.

Estaban, los seis, en el baño del Colegio Nacional, y ahora Samuel tenía catorce años. Era tan corpulento que no pelear solamente podía entenderse de un modo. El otro, el que venía avanzando con los puños cerrados, dijo algo, y Sammy recordó una tarde, en el cobertizo, pero ahora era distinto porque la voz del otro fue amenazante, no curiosa, y Samuel tuvo miedo.

"Esto es miedo, entonces." Cinco mil años de miedo.

Retrocedió hasta la pared: el frío de los azulejos a través del guardapolvo. O quizá, no; otra clase de frío. Algo tan típico como su perfil, como su dolor de barriga ahora: "Entonces es cierto, entonces es así", y no se le ocurrió nada más porque todavía no había hallado en la gaveta de papá –en la gaveta que dentro de un año va a quedar abierta– ciertos papeles mecanografiados o escritos en gótica, ciertos pliegos con membrete de águilas que, una noche, en la carpa Scholem Aleijem, serían arrojados por el aire, de igual modo que ellos –los informes, los documentos, las fotos amarillas– habían arrojado por el aire, desbaratándolos, cinco mil años de perfiles y de orejas y de prepucios, cincuenta siglos de esquema. Porque, el 3 de agosto de 1960, la gaveta quedó abierta y Samuel imaginó a un hombre, un judío glorioso parapetado en las calles despavoridas del Ghetto, un Macabeo, su padre que una noche jugándose la vida robó aquellos papeles y aquella pistola Luger que pertenecieron a Otto von Rauser, oficial del campo de exterminio de Auschwitz, ario puro de ojos azules cuya mirada, acaso, pudo ser idéntica a la del muchacho que ahora, en el baño del colegio, venía avanzando hacia Samuel con los puños cerrados. Dando miedo.

"Entonces, es así"; detrás de él, de Sammy, se apretujaron cincuenta siglos y una pared de azulejos, fría; detrás del otro, riendo, asomaban cuatro cabezas. En total, seis cabezas. Y en ninguna cabía muy bien la idea de que uno de ellos, el rubio ese de ojos azules, el orejudo, tuviera algo fundamentalmente distinto al resto, pero daba lo mismo. Es importante que sea así, porque aquí, en el baño del Colegio Nacional, hay uno que es judío.

He visto por mi cuenta otros campos, cerca de Riga, en Letonia. Allí, aún se los fusila y los cadáveres son incinerados sobre piras de madera. El monóxido de carbono en baños de duchas –procedimiento empleado con los enfermos mentales en algunas localidades del Reich– requiere demasiados edificios. En Lublin (Maidanek) se emplea un derivado del ácido prúsico que experimenté con los judíos de Alta Silesia.

En mi próximo informe diré cómo procedemos en Auschwitz. Un método, ideado por mí, consiste en desnudarlos, pedirles que recuerden el sitio donde dejan las ropas y hablarles en yidish. He hecho que un judío me enseñara, estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza. Lo fundamental es la disciplina. Blobel me contó que, en Chelmo, unos cuantos rompieron las paredes e intentaron huir.

Alguien, atrás, gritó alguna cosa, llamándolo, pero Samuel ya había saltado el cerco del campamento y estaba corriendo en dirección al pueblo; corriendo en plena noche, sintiendo el chicotazo de las ramas bajas en la cara, su cara, cara de judío de quince años que de pronto ha descubierto una respuesta para la pregunta que formuló hace mucho, frente al espejo grande de la sala, la vez que no entendió qué quería decir "ser judío", la vez que no pudo comprender por qué Marisa se había puesto vengativamente las manos detrás de las orejas, o aquella otra, después, cuando tenía catorce años y en el Nacional alguien dijo:

–A ver, moishe, mostrala –y los otros cuatro se reían, repitiendo: "sí, que la muestre", y querían decir que se abriera la bragueta, y sintió miedo, y creyó entender que ser judío ya no tenía nada que ver con él, con Sammy, sino con los otros, los que no eran judíos y necesitaban que él tuviera esas orejas, y ese perfil, y ese miedo típico de judío de mierda.

–Te digo que la mostrés, judío de mierda.

Sammy, esa tarde del Nacional, se había ido retirando hacia la pared. Tenía catorce años y no era tan corpulento como ahora, la noche de la carrera a campo traviesa, pero era casi tan corpulento como el otro, el que tenía los puños cerrados y se venía acercando, despacio. Pero allí no contaba la corpulencia, contaba el miedo. Y Samuel sentía que las rodillas temblaban, sus rodillas, que tampoco debían de ser como las rodillas de los otros muchachos, los que estaban detrás del que tenía los puños cerrados.

Tuvo ganas de gritar, pero sólo dijo:

–No quiero pelear. No tiene sentido.

Sin darse cuenta, había ido bajando las manos hacia la entrepierna como quien se cubre. El otro frunció la boca, imitó el gesto y dijo, moviendo los hombros: "No me pegues, machón, no tiene sentido", después, antes de que Sammy supiera qué estaba ocurriendo, una mano describió un círculo amplio, él sintió un ardor, un sonido junto a la oreja, y estaba en el suelo con los brazos abiertos. Dos de ellos le sostenían las muñecas. El otro dijo:

–A chotearlo.

Y le abrieron el pantalón, y, mientras él pataleaba de miedo, los otros –que a lo mejor se asombraron al ver que aquello no era distinto, ni más feo, ni más chico, ni más raro que el de cualquiera– se lo sacaron fuera del calzoncillo, entre risas, y lo escupieron uno por vez. Cinco escupidas.

Una por cada mil años: cinco exactas. Exactamente ahí, porque los judíos son los enemigos seculares de la Nación, y deben ser exterminados, querido Rauser.

"Lieber Otto von Rauser", ario puro de ojos clarísimos cuya foto estaba hoy, esta mañana, entre los papeles que Samuel iba guardando apresuradamente en su bolso...

–¡Sammy!

...antes de salir para el campamento Scholem Aleijem, donde lo esperaban David, y Abraham, y Jaime, y Ruth, y Ezequiel, elementos raciales de características asiáticas, negroides, levantinas o hamíticas adversas al espíritu patriótico alemán: urge entonces darle una solución definitiva al problema judío, porque si no logramos destruir a Raquel, a Samuel, a las fuerzas biológicas del judaísmo que esta noche se reunían en torno de las fogatas y –al principio– cantaban, ellos algún día nos destruirán a nosotros. Pero después no cantaban. Se quedaron quietos, en silencio, oyendo a Sammy, asombrándose de que papá Benjamín hubiera robado aquello, estos informes con membretes góticos y águilas desplegadas, perplejos porque papá Benjamín era un héroe, un Macabeo, como dijo Marcos, quien estuvo a punto de vomitar, antes, cuando Sammy traducía que se felicita al doctor Mengele y al doctor Caluber por sus ensayos de esterilización mediante inyecciones en las trompas, lo que origina estados inflamatorios pero ninguna otra perturbación. Excepto la muerte. O las escupidas hace un año, o las vengativas orejas de Marisa. O el Bunker IV que no funciona por sobrecarga de cadáveres –2.800–, hoy, septiembre de 1942, Auschwitz.

"Una voz, llamándome."

Ningún inconveniente, tampoco, si se los trata con ácido prúsico o formol, porque las típicas manchas cadavéricas aparecen después de poco tiempo ("llamándome a mí, a quién, esta mañana en casa, o ahora mientras corro"), y es patriótico que las manchas aparezcan pronto, querido Rauser, de lo contrario los muy puercos echarán a correr desde el Scholem Aleijem algún día, en plena noche, y nos perseguirán cinco mil años, y tendremos miedo típico, y nos escupirán nuestros prepucios, tan hermosos, de características netamente germanas y en los que por fortuna no se advierte ninguna perturbación, si a los judíos se les inyecta metanol: la evacuación de materias fecales no es frecuente. Los rostros, al abrir las cámaras, no están congestionados. Se congestionan luego, cuando aquellos papeles vuelan por el aire, Sammy da aquel alarido y, saltando increíblemente por encima de las fogatas, ya está fuera del cerco, corriendo en dirección al pueblo porque, de pronto, ha descubierto una respuesta a su pregunta de hace siete años: cinco mil años. "Soy judío, entonces."

Y repentinamente fue un tajo en las entrañas, un desgarrón y supo que había algo además de su perfil y de sus orejas y de su miedo: esto, esta carrera, soy judío entonces. Quiero ser judío. De golpe se detuvo.

Estaba solo en mitad del campo, a plena noche y a pleno silencio: se llevó las manos a los costados de la boca, abiertas, como una bocina. Y al principio fue un ronquido; después, lieber Otto dolicocéfalo bávaro, Rauser de ojos clarísimos –cuya foto iba hoy, esta mañana, entre los papeles que Sammy atropelladamente metía en el bolso–, después, elevándose por encima de los árboles, sobresaltando a los pájaros dormidos, se oyó aquel grito:

–¡Soy judío!

Ninguna otra perturbación.

La voz de papá, esta mañana, llamando desde el piso bajo.

–Voy –dijo Sammy, junto a la gaveta.

O quizá ni siquiera lo dijo, absorto como estaba; deslumbrado, imaginándose ahora a un hombre heroico e increíble: papá Benjamín. Mi padre.

Apresuradamente fue guardando todo aquello en su bolso, instalación proyectada sobre el Bug, una foto de algo que, mirado de cerca, igual parecía un hormiguero monstruoso, un arrecife de bichos: anteojos. Millones. Y aunque se le revolvía el estómago, la incineración de cadáveres se ha tornado un problema, no podía dejar de imaginarse, de admirar a aquel hombre que, abajo, lo llamaba porque el olor de los crematorios se ha tornadoblema, desvió la vista y miró el fondo del cajón: una pistola.

Estuvo a punto de tocarla, pero retiró la mano. "Soy miedoso." Con decisión la empuñó y la sostuvo un instante, frunciendo la cara como si quemase; después advirtió que la estaba apretando, leyendo incineración porque el olor de los crematorios llega hasta las poblaciones cercanas.

–¡Sammy!

Dejó la pistola en su sitio y se sintió aliviado, cercanas, poblaciones cercanas. Y se teme una sedición popular. Ordene usted el fusilamiento de cuanta persona, alemán o no, se acerque a los campos. Porque es necesario que todos los judíos que caigan en nuestras manos durante esta guerra sean aniquilados. Si no logramos destruir ahora las fuerzas biológicas del judaísmo, ellos...

–¡Adolph!

Samuel, sobresaltado, cerró la gaveta de un golpe: ya voy, pensó. Le confiamos el comando de las operaciones en Auschwitz en su carácter de Standartenführer.

–¡Voy! –dijo.

Heil Hitler. Berlín, verano de 1942.

Guardó atropelladamente aquella carta en el bolso, recogió en el aire una fotografía que casi cae al suelo y bajó a todo correr las escaleras. Mientras bajaba, alcanzó a meter la foto junto al arrecife de bichos y en el bolso había sitio porque faltaban los hombres que usaron estos anteojos, orejas y narices cremadas donde apoyar anteojos faltan, pero no debo pensar en esto, y miró con admiración a papá Benjamín que estaba allí, impaciente, junto a la puerta, y a Samuel ya no le importó que él, tironeándole la manga, dijera: siempre el mismo atolondrado y que llegaría tarde al campamento. Después, mientras caminaban, siguió mirando con admiración a aquel judío asombroso que nunca había querido hablar de cuando robó esto en Alemania, de cuando fue, acaso, guerrillero jugándose la vida en las calles despavoridas del Ghetto cualquier tumultuosa noche de hombres pardos, gamados, blandiendo pistolas Luger, dando miedo típico, y escupiéndome a mí cinco veces.

–¿Eh?

–No, nada –dijo Sammy, que a lo mejor, antes, había dicho papá.

Aquel hombre, erguido como un Macabeo, que había llegado a la Argentina en 1945, y a quien las buenas gentes de un pequeño pueblo de provincia saludaban ahora sacándose el sombrero. Y cuando el ómnibus arrancó y papá se quedó abajo con los pies juntos y la mano alzada, Samuel dijo que sí, que llevaba todo y que no olvidaría el sitio donde dejaba la ropa...

... para encontrarla rápidamente después del despiojamiento –tradujo Sammy; las fogatas iluminaban la caras, tensas de tanto apretar los dientes–. Les hablo en yidish: hice que un judío me enseñara y estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza –tradujo Samuel.

Las caras, los rostros aún no congestionados –porque se congestionarán luego– de los muchachos judíos de la carpa Scholem Aleijem. Alguien murmuró:

–Pero que hijo de..., pero cómo se puede ser tan hijo de puta.

Y otro decía que mirasen ahí, ese oficial de la Gestapo o qué sé yo, ese oficial sonriendo, y mientras Marcos repetía aún "Macabeo", otro dijo que no aguantaba más estar mirando eso, y el que había hablado al principio agregó que un tipo con esa cara y que supiera yidish podía hacerse pasar por algo que Sammy no entendió pues Raquel estaba pidiéndole que tradujese esa dedicatoria.

–En mi primer día de Standartenführer –leyó Samuel.

Y, como la vista va más rápido que la palabra, fue lo último que leyó. Porque había dado vuelta la foto y la estaba mirando. Y a pesar de todo, estuvo un rato sin moverse; a pesar de que aquel oficial nazi era papá Benjamín, su fotografía: una instantánea dedicada a Gretel, a mamá, en su primer glorioso día de Standartenführer, Auschwitz, 1942. Alemania. Samuel, que de pronto se llamaba Adolph, se quedó quieto mirando la foto. Mirándola familiarmente porque allí estaban, y era necesario estarse quieto, las orejas, mezcladas a un uniforme pardo, las orejas típicamente pantalludas de papá, su nariz, su gesto particular de llevarse la mano al sombrero o a la gorra militar, las orejas bajo la gorra militar, la nariz en gancho y las típicas orejas, cinco mil años de orejas hamíticas, semitas, bajo la gorra típicamente nazi de un típico dolicocéfalo puro de orejas típicamente dináricas, nazis, bávaras, judías hasta la carcajada, arias hasta el alarido que desordena a los arios a los judíos a los prepucios de los levantinos orejudos mientras los papeles las fotos las águilas góticas dibujadas del Reich vuelan sobre las cabezas judías de Raquel de David sin otra perturbación que los judíos muertos por el Standartenführer del Campo de Exterminio de Auschwitz o las caras congestionadas de los muchachos judíos del campamento Scholem Aleijem porque Adolph von Milman Samuel ben Rauser se ha puesto de pie con los brazos abiertos y al ponerse de pie han volado por el aire todos los documentos y las cartas y las fotos, desbaratados, y antes de que alguno tenga tiempo de hablar o de pensar, mientras los papeles, bailoteando, dan vueltas sobre las fogatas, Adolph von Rauser, ario puro de ojos azules, quedó horizontal en el aire y estaba del otro lado del cerco. Gritando. Corriendo mientras las ramas bajas le desordenaban los cabellos tan rubios. De pronto se detuvo: hacía cinco mil años que había salido huyendo, una noche, desde Egipto. Y ahora estaba en mitad del campo, a plena sombra y a pleno silencio.

Al principio fue un ronquido, una especie de estertor largo que cortó el sueño de los pájaros.

Y el 3 de agosto de 1960, el señor Benjamín Milman de la colectividad judía de un pequeño pueblo de provincia se despertó sobresaltado.


Abelardo Castillo