viernes, 31 de agosto de 2007

La ventana de la torre - Mat Elefzerakis

La Luna, llena y hermosa, observa la escena que viera innumerables veces, una escena de desdicha y dolor. Resplandeciendo, con vista clara y severa gracias a la ausencia de espumosas nubes, puede observar el sufrimiento de la Princesa, el peor de todos, el que producen los hombres. Príncipes o plebeyos, bien lo sabe la Diosa de la noche, todos los hombres son capaces de producir el mismo dolor, con la misma facilidad, siguiendo la tendencia de su instinto, el mandato de su linaje, la ideología de “así es como deben ser las cosas”.

La Princesa sufrió por todo lo que esa convención social genera en la conducta de las personas, esas tendencias inamovibles y, casi siempre, cumplidas. De entre los muchos Príncipes que la pretenden, el que eligió no fue el correcto, si es que pudiese haber alguno que lo sea, que pueda escapar al peso de la sociedad, y ser algo distinto.

En lo alto de su torre, la Princesa llora. Desconsolada y desconsoladoramente. Sus sirvientes jamás la habían visto así, tan devastada, tan ganada al dolor.

–Ella, que es tan fuerte –pensaron–, ¿cómo es posible que esté así?

La Reina fue la primera en llegar. Cuando le informaron que su hija no estaba bien, lo primero que pensó fue en una afección del cuerpo. Con sólo verla, descubrió que la aflicción era del corazón, del alma, se desesperó.

No lejos de la torre, escondido entre los árboles del bosque cercano, el Príncipe de El Prado, el causante de todo aquello, esperaba, maquinaba, su mente preparaba estrategias, según él, todavía amaba a la Princesa, pero si realmente estaba convencido de aquello, se engañaba a sí mismo.

El hombre es la bestia más asquerosa que camina sobre la tierra, el hombre como género, no como especie. En aquello pensaba el Príncipe de Mplé, cabalgando velozmente, lo más que podía exigirle a su fiel corcel, para llegar lo más pronto que su amigo pudiera trasladarlo a través de tantos bosques, ríos y aldeas. Mplé es un principado lejano e, incluso, debe atravesar, a mitad de camino, el Principado de El Prado. No le importa, sólo le importa el llegar.

El mensajero fue claro.

–Señor, la Princesa lo necesita, dice que es urgente –pero agregó algo más bajando el tono de su voz–... Señor, entre usted y yo, si me permite la infidencia, la Princesa parece desconsolada.

En seguida, antes todavía de ensillar a Pegasos y cabalgar tan rápido como si fuera su tocayo mitológico, el Señor de Mplé culpó al de El Prado como el causante de la desconsolación de su amada Princesa.

Fácil le había sido a Mplé interesarse por la Princesa. Tan distinta es ella a todas las demás; culta, inteligente, características que los Reyes rara vez permiten a sus hijas y directamente desprecian en sus hijos. Los Príncipes deben ser guerreros, desde el punto de vista de los Reyes, los libros son para los clérigos, y las Princesas deben ser manipulables. De esa forma, con Príncipes que sólo saben pelear y Princesas que no entienden nada de nada, los Reyes no pueden ver que el poder verdadero de los tres órdenes lo ejerce el Clero.

La Princesa que el Señor de Mplé había aprendido a amar en silencio, tenía una cultura y una inteligencia que la diferenciaban, pero su corazón ya estaba ocupado cuando él la conoció. Mplé eligió el camino del silencio, sin declararse ni proponer nada, si lo hacía mientras la Princesa estaba enamorada de El Prado, sería rechazado, tenía que esperar. Había decidido conceder a El Prado el beneficio de la duda (la duda de ser como la mayoría de los hombres o no), siendo que El Prado era un príncipe guerrero, pero, como él, también era amante de los libros. Mplé sabía que eso no era garantía de nada, pero había decido no actuar.

El Rey y la Reina se encolerizaron sobremanera cuando la Princesa les explicó la causa de su desconsuelo, de su dolor y desesperanza. Tortura y muerte para El Prado, fue lo primero que se les cruzó por la cabeza, incluso los, muy dolorosos, métodos de tortura que utilizarían. Por supuesto, ajusticiar a El Prado era declarar la guerra al Principado que rige, al reino de su padre, y las dos o tres principados de sus hermanos.

–La fuerza del Príncipe de Mplé estaría con nosotros, si esa guerra sobreviniese.

–El Príncipe de Mplé tiene más fama de trovador que de guerrero, hija mía, pero es cierto que demostró valor en el campo de batalla. Sin embargo, se le escuchó decir, más de una vez, que él es un hombre de paz... Además, ¿Qué tiene que ver Mplé en esto?

–Lo mandé llamar, necesito verlo; él, su inteligencia, su conocimiento y sabiduría, me pueden ayudar a recuperar, lo sé. Necesito verlo, Padre, sé que él puede ayudarme.

–Mplé jamás hizo mención alguna a tener pretensiones sobre vos, no tengo objeciones en que lo veáis –dijo mirando a la Reina por si ella tuviera algo que decir respecto a la intervención de Mplé en aquel delicado asunto, más que nada, de familia–, si creéis que él puede ayudaros ahora, será bienvenido.

–¿Tanta confianza le tenéis al Señor de Mplé? –intervino la Reina–. Este es un asunto muy delicado, hija mía, que tendría que ser resuelto por nosotros mismos.

–Tengo plena confianza en el Príncipe de Mplé, madre, él siempre me demostró ser distinto de todos los demás, estoy convencida que podrá ayudarme.

Se escuchó un llamado a la puerta, el Rey en persona se acercó a abrir.

–Su majestad, disculpe la intromisión, el Príncipe de Mplé galopa velozmente por la llanura, parece dirigirse hacia aquí.

–Dejadlo entrar, y dadle libertad para moverse, el Señor de Mplé es bienvenido.

El sonido del galopar veloz de Pegasos hizo salir de su concentrado escrutinio al Príncipe de El Prado. Observó con detenimiento y descubrió las facciones de Mplé. Montó rápidamente y le salió al paso. La luz de la luna reflejada en la armadura de El Prado cegó momentáneamente tanto al Príncipe de Mplé como a Pegasos.

–No esperaba encontrarte, de haberlo sabido hubiera venido preparado.

–Jamás estás preparado, Mplé. ¿Qué venís a hacer acá?

–La Princesa me llama, fácil me fue suponer que es por algo que vos le habrás hecho. Te juro que te haré pagar, ahora salí de mi camino, y volvé a El Prado donde no puedo ir a buscarte, no deberías estar acá, si los hombres del Rey supieran que estás... Y de hecho, ya deben haberte visto.

–¿Vos vas a hacerme pagar a mí? –su sonrisa parecía una mueca de ironía–. Volvé a Mplé, tu camino es muy largo.

–Pero ya lo recorrí. Hace mucho tiempo que lo recorro, el camino al Corazón de la Princesa. Todavía, de hecho, no llegué, pero lo haré, ¿y sabéis por qué? Porque tuve paciencia, sabía que, tarde o temprano, ibas a mostrar tu verdadera cara, entonces, lo único que yo tenía que hacer era mantenerme expectante, esperar, ser yo mismo, hablar tranquilo, mostrarme tal cual soy. Llegado el momento, este momento, el cual llegó finalmente mucho más temprano de lo que esperaba, si consideramos que hace muy poco que conocí a la Princesa, ella sabe que yo no soy como vos, que yo no soy un hombre, yo soy un verdadero Príncipe. Por eso, porque confía en mí, me mandó llamar. ¿Notaste que las puertas están abiertas? ¿Acaso creéis que son para vos? Yo no lo creo. Más bien, creo que si te aventuraras dentro, antes del amanecer, que por cierto está próximo, terminarías despedazado por cuatro caballos, y te aseguro, que si el Rey me lo permitiera, ¡yo sumaría a Pegasos como quinto, con una soga en tu cuello!

–¡Basta de palabras, cobarde! ¡Prepárate a morir! –dijo fustigando a su caballo.

–Estoy desarmado, El Prado, ¿vas a matarme como un carnicero? –respondió Mplé con la misma pasiva calma. Ante estas palabras, El Prado saltó al suelo, desenvainó y arrojo su propia espada a los pies de Pegasos, para luego desabrochar las trabas del peto de su armadura. Mplé vio una segunda espada en la silla de El Prado.

–¡Desmontad, cobarde! ¡Voy a hacer que te tragues tus palabras y tus discursos!

–Ningún cobarde, yo soy un verdadero Príncipe, soy el Príncipe Azul, íme o Mplé Príguipas, se dice en el reino de mi padre. Vos, en cambio, sos un Príncipe ficticio –bajó de Pegasos al decir esto, y levantando la espada agregó–: ¡vos sos el Príncipe de los Pastos!

El Prado, desorbitado de ira, se lanzó contra Mplé con toda su bestial furia, decidido a acabar con él. Pero Mplé lo pensaba distinto, lo quería vivo, quería entregarlo al Rey, para que éste decidiera.

Si uno moría, el Principado de Mplé y los reinos griegos aliados, se encargarían de la guerra. Una vez más, una guerra producto del amor, pero más que producto del amor, del engaño y la desesperanza.

–Le dije que era sólo un cuento.

–Entonces, profesor, ¿de dónde sale la sangre?

–¿La sangre?

–Mire –el profesor caminó unos pasos hacia la puerta del mausoleo, y observó el camino de la sangre que parecía producido por un cuerpo que se había arrastrado; siguiendo el camino hacia el lado opuesto, encontró dos enormes charcos, la tierra removida como producto de una pelea y marcas que parecían huellas de espadas–. Dicen que la torre del mausoleo, es la torre original de la Princesa.

El profesor sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo cuando miró a la ventana de la torre, vio una pareja abraza.

–Usted no es como mi Príncipe, Profesor, usted es como la mayoría de los hombres –le pareció escuchar.

Mat Elefzerakis;

Martes 06 de marzo de 2007

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