viernes, 31 de agosto de 2007

Después de negro - Mat Elefzerakis

Sobresaltado, el sacerdote se sentó sobre la cama. Se secó del rostro el sudor que lo bañaba.

“Fue sólo un sueño. Una pesadilla. Sólo eso, no fue real”, pensó pretendiendo tranquilizarse.

El ruido del trueno, ese cuyo eco todavía escuchaba, o acaso eran nuevos, pero más lejanos, había propiciado el abrupto final de la pesadilla: el disparo con el que fue asesinado.

La función de un cura en un pueblo chico muchas veces excede las habituales. En una gran metrópoli el encargado habitual de interpretar los sueños es un psicólogo. Aquí, esa era una de sus tareas.

Respecto de los propios, pocas veces habían tenido tanto realismo.

“Seguro es porque se acercan las elecciones”, trató de explicarse.

Solía recrear en su mente las imágenes, las historias relatadas en la Biblia, pero como aquello era en sus horas de vigilia, en sus sueños veía esos mismos relatos con rostros familiares, los de los vecinos de la congregación.

Casi nunca tenía pesadillas. Una sola vez había soñado con el Apocalipsis, hacía muchas décadas, y eso lo definió respecto de la carrera que iba a elegir, el camino de Dios.

Hace poco, en un afiche electoral, la expresión del candidato del oficialismo para la intendencia, que buscaba su cuarta reelección consecutiva, le había recordado el rostro que su caprichosa mente juvenil, había dado al Diablo.

Con Martín eran amigos, entrañables, por diferentes. Ninguno de los dos jamás se cayó una opinión, por eso Martín supo, desde el principio, que a él no le extrañaba, pero tampoco le gustaba, que se metiera en política.

“Los partidos son eso, partidos, facciones. Son elementos aislados, no son un todo. Hay que encontrar la forma de trabajar con el todo”.

Pero en aquel momento, ninguno de los dos sabía cómo se trabajaba con el todo.

Fue por esa misma época que tuvo la pesadilla con el Apocalipsis. Era una noche tormentosa igual a la que observaba y escuchaba en ese mismo momento a través de su ventana. Había estado recordando la historia que le contara tantas veces su madre cuando era niño, a modo de cuento para dormir, y la había mezclado, en sus pensamientos, con la charla, y la decisión de Martín.

Cuando despertó, sobresaltado, creyó haber encontrado la forma de conciliar las partes, los partidos, para llegar al todo. ¿De qué otra forma podía hacerse? A través de Dios, por supuesto.

Sin embargo, no se había percatado que el rostro que su inconsciente le había dado al Diablo era el que el tiempo daría a Martín. No supo, hasta hace poco, que treinta años después, aquel rostro que él había visto en el Diablo, no era otro que el de su amigo Martín. Tres veces intendente, posiblemente un cuarto mandato. Y quién sabe cuántos más.

Ésta nueva pesadilla, en la que terminaba asesinado, no incluía al Diablo.

Recordó perfectamente cómo empezó, porque a través de su ventana, entre la lluvia, podía ver aquella exacta misma imagen. El afiche de campaña iluminado por los, casi sincronizados, rayos. La misma imagen, produciéndole la exacta misma sensación. Indiferencia.

“¿Cómo continuó?”, se preguntó pensando en su pesadilla. Y se determinó a recordarla, lo más exactamente que le fuera posible, para entender por qué había sido asesinado.

Un hombre corría desaforadamente con dirección a la puerta de la Iglesia.

Como las cerraduras estaban rotas, la puerta estaba abierta, sólo atrancada con un palo fácilmente movible. Cuando él llegó ante el altar, el hombre, completamente empapado, estaba arrodillado con la cabeza extremadamente gacha, suplicante, sus manos en el piso. Se sobresaltó al verlo. El sacerdote se sobresaltó de su sobresalto. Agitadamente, le pidió que lo escondiera, le explicó que estaba siendo perseguido.

El cura no lograba entrever cómo reaccionar ante aquello, cuando entraron en la Iglesia un grupo de hombres fuertemente armados, vestidos con larguísimos sobretodos negros.

Impertinentemente avanzaron hasta el altar.

El hombre perseguido abrazó las piernas del padre. Uno de los hombres de negro apuntó. Afuera, los rayos iluminaban y los truenos aturdían.

–¿Procedemos, Señor? –preguntó otro.

Hubo una respuesta, casi un susurro que el padre no alcanzó a oír.

–Entonces, al cura también –interpretó el mismo que había preguntado, que parecía ser el dirigente, al menos entre los hombres armados.

–¡No! ¡Al cura, no, sólo al soplón!

El que estaba apuntando al hombre perseguido jaló el gatillo. Fue como una ráfaga de fuego. El cuerpo, inerte, seguramente ya sin vida, cayó al suelo. El sacerdote sintió cómo su sotana se humedecía con la sangre del hombre asesinado. Pero no era sólo sangre lo que estaba humedeciendo su ropa. Su entrepierna estaba empapada.

Sin embargo, no estaba reaccionando por el miedo que le producía que esos hombres armados hayan matado, tan desalmadamente como era de esperarse, a una persona a su lado, en la misma casa de Dios, manchándole la túnica al mismísimo guardián del templo, al emisario de Dios en la tierra.

No, no era por eso, no era tan simple.

Había reconocido la voz que había dado la orden para que sólo dispararan al hombre perseguido, y no a él. Era la voz su amigo durante su infancia y juventud, era la voz de Martín, el intendente.

–¿Por qué hacés esto?

Traicionado, por su propio cerebro, que accionó sus sentidos para hablar, en lugar de quedarse callado, y sólo pensado.

El hombre armado que dirigía a los otros, volteó a mirar detrás de sus hombres, hacia donde el sacerdote había escuchado la voz de Martín. Los asesinos, alertados que el Señor Intendente había sido reconocido, lo apuntaban.

–Política, hermano. Política, es sólo política.

–¿Qué vas a hacer conmigo?

–Ahora ya confirmaste que soy yo.

Fue el que había hablado con Martín quien levantó su arma. Descargó la ráfaga que había teñido su mirada de rojo, y después de negro. Todo negro, todo oscuro.

Entonces se había despertado, sobresaltado y sudado.

“¿Sería capaz de tanto?”, se preguntaba al mismo tiempo que intentaba leer una respuesta, en los ojos acartonados del afiche en que Martín sonreía.

No lo creyó. Pero lo estaba viendo. Un hombre corrió hacia la entrada de la Iglesia. Y entraría sin problemas. Las cerradoras estaban rotas; la puerta, abierta, sólo atrancada con un palo.

Cuando llegó hasta el altar, no le extrañó encontrarse con el hombre perseguido de su pesadilla. Se le acercó despacio, pero sin cautela alguna. Se preguntaba sobre la resolución de esa situación. Si entrarían hombres armados, sicarios acompañados por Martín, quien los mataría a los dos por sucias cuestiones de política. ¿Era posible todo aquello?

–¿Estás bien? ¿Qué necesitás, hijo?

–Hermano… Cuando jóvenes, nos llamábamos hermanos.

No podía dar crédito a sus ojos cuando vio que el hombre arrodillado y empapado no era otro que el mismísimo intendente. Menos creyó todavía, cuando vio el arma.

Pero ya no pudo pensar más nada, cuando su mirada se tiñó, primero de rojo, y después de negro.

Mat Elefzerakis;

Jueves 16 de Agosto de 2007

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