viernes, 29 de febrero de 2008

*Frankenstein*, de Mary Shelley


Nuestra época, tan alejada de los clásicos de la literatura y tan cercana a los malos argumentos hollywoodenses, ha tergiversado horriblemente el genial argumento del *Frankenstein*, de Mary Shelley. Omitiendo el mismísimo subtítulo de la obra: “El Prometeo moderno”, que ya es una pista acerca de los temas que la autora quería tratar.

Es una obra sobre la ciencia, la ética y la moral, el amor (romántico y, con todavía más espacio, al conocimiento).

El monstruo, que no tiene nombre, para nosotros, insisto, por culpa del cine, se llama como su creador. No es ni lento ni estúpido, sino que es más ágil que los hombres, más resistente (no siente el frío, ni siquiera el polar) y tiene una estatura mucho mayor (2,40 metros) aunque en cuerpo desproporcionado, monstruoso, formado, ahí sí en coincidencia con el monstruo del cine, por partes de cadáveres. Shelley da exactas descripciones acerca de la fisonomía del monstruo, repetidas veces a lo largo de la novela, y nos describe sus sufrimientos y desesperanza, ya que es un ser pensante y sensible, que se siente marginado e incomprendido por la humanidad.

En su inteligencia, el monstruo lee y entiende “El Paraíso Perdido”, poema de John Milton, el “Werther” de Goethe, y las “Vidas paralelas”, de Plutarco. Antes incluso de tales determinantes lecturas, había entendido aquello que tantas veces buscamos, y que, al percatarnos, nos llena de un sentimiento de melancolía, la naturaleza del conocimiento:

“¡Qué extraña cosa es el conocimiento! Una vez que ha penetrado en la mente, se aferra a ella como la hiedra a la roca. A veces quería sacudir de mí todos los pensamientos, todas las sensaciones, pero aprendí que sólo había un modo de olvidar esa sensación, y ese medio era la muerte”.

¿Son esas palabras para la boca de un monstruo?



Mat Elefzerakis;
Viernes 29 de Febrero de 2008.

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