
Pasó a la Inmortalidad, el 26 de octubre de 1957, en Friburgo de Brisgovia, Alemania.
Fragmento de “Zorba”, traducción de Mat Elefzerakis.
VI.
(...)
–Zorba –le dije–, vos querés decirme algo, entonces decímelo. ¡Ea, amigo, desembuchá!
Zorba callaba, agarró una piedrita y la tiró con fuerza por la puerta abierta.
–¡Dejá esas piedras y hablá!
Zorba alargó el arrugado cuello.
–¿Confiás en mí, patrón? –me preguntó con tono ansioso, clavando la mirada en mis ojos.
–Sí Zorba. Hagas lo que hagas, no podés equivocarte. Aunque lo quisieras, no podrías. Sos, digamos, como un león o como un lobo. Estas bestias no proceden jamás al modo de chivos o de burros, no se apartan jamás de los carriles en que los puso su natural complexión. Igualmente vos, sos Zorba hasta el extremo de las uñas.
Zorba meneó la cabeza.
–Bien, pero no entiendo ya a dónde diablos vamos.
–Lo sé yo, no te preocupés. ¡Seguí adelante!
–Repetílo otra vez, patrón, para que me entre valor.
–¡Seguí adelante!
Los ojos le fulguraron.
–Ahora puedo hablarte –dijo–. Desde hace días aliento un gran proyecto, una idea descabellada que me anidó en la cabeza. ¿La realizamos?
–¿Y lo preguntás? Para eso estamos acá, Zorba, para ejecutar ideas.
Zorba, alargando el cuello, me contempló con alegría y con temor a la vez.
–¡Hablá claro, patrón! ¿No vinimos acá para la mina?
–La mina es un pretexto para no intrigar a la gente. Para que nos tengan por serios industriales y no nos acribillen con tomates. ¿Entendés, Zorba?
Zorba quedó boquiabierto, se esforzaba por entender, sin atreverse a creer en tamaña dicha. De pronto, iluminó la comprensión y se arrojó hacia mí, agarrándome de los hombros.
–¿Bailás? –me preguntó apasionadamente–. ¿Bailás?
–No.
–¿No?
Dejó los brazos caídos, asombrado.
–Bueno –dijo al rato–. Entonces voy a bailar yo, patrón. Siéntese un poco más allá, que no te atropelle. ¡Opa! ¡Opa!
De un brinco saltó afuera de la barranca, se quitó los zapatos, la chaqueta, el chaleco, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y comenzó a bailar. La cara, aún sucia de carbón, parecía negra. Los ojos brillantes, blancos.
Entró en el torbellino de la danza dando palmadas, saltando luego, girando como un trompo en el aire, dejándose caer en elásticas flexiones de piernas, volviéndose a dar saltos con las piernas dobladas, como si fuera de goma. Se levantaba de repente en un impulso que parecía destinado a romper las leyes de la naturaleza para echarse a volar. Se veía en el carcomido cuerpo la lucha del alma por liberar a la carne y lanzarse con ella, como un meteoro a las tinieblas. Sacudía con fuerza el cuerpo, que volvía a caer por no hallar cómo sostenerse en lo alto; lo sacudía nuevamente, despiadado, y conseguía llevarlo esta vez un poco más arriba. Pero el pobre volvía a caer, jadeante.
Zorba, ceñudo, mostraba inquietamente gravedad. Ya no salían gritos de su boca. Con las mandíbulas apretadas empeñándose en lograr lo imposible.
(...)
XXV.
(...)
–Vení, Zorba, enseñáme a bailar.
Zorba dio un salto; le centelleaba el rostro.
–¿Bailar, patrón? ¿Bailar? ¡Dale! ¡Vení!
–¡Vamos Zorba, mi vida cambió, ánimo!
–Te voy a enseñar, el zembékikos. Una danza salvaje, marcial. La bailábamos nosotros, los comitadjis, antes del combate.
(...)
Νίκος Καζαντζάκης
No hay comentarios:
Publicar un comentario