sábado, 15 de diciembre de 2007

“El conquistador”, novelón de Federico Andahazi


Quetzalcóatl

Técnica: Acrílico sobre Tela
Autor: Leopoldo Flores
Medidas: 1.50 x 1.10 mts.
Versión: Original
Universidad Autónoma del Estado de México.

*****

“El conquistador”, novelón de Federico Andahazi.

Quetza era un adelantado joven noble mexica, el pueblo nativo originario americano al que los españoles, tras la conquista, denominaron Azteca.
Había reformado el calendario y descubierto, leyéndolo, que la próxima Guerra definiría el destino de los Dioses mexicas, ya que sería una lucha entre Dioses, que podía costar la existencia al Imperio de Tenochtitlan.
Convencido de la forma esférica de la Tierra, logra que el Tlatoani (el emperador mexica) le conceda la gracia de viajar por mar, a Oriente, el lugar hacia donde está Europa.
Quetza hace el viaje que sólo los Vikings habían hecho antes que él, antes que Colón se aventurara en el Atlántico, tratando de llegar a la India.
Quetza, incluso, verá en los ojos de Cristóbal Colón, que el almirante de la Reina sabe lo que él sabe, que la Tierra es una esfera, que navegando a Oriente se llega a Occidente, y que navegando a Occidente se llega a Oriente. Lo que Colón no sabe, es que hay otro mundo al otro lado del mar, un mundo que, si Quetza regresa, se lanzará a la conquista de Europa, antes que Europa se entere de su existencia.

Mat Elefzerakis, sábado 15 de diciembre de 2007.


Citas:

“Tepec creía, al igual que sus ancestros, que era el miedo el único enemigo del hombre y que el temor, hijo del oscurantismo, era la mejor herramienta de dominación”.

“Se es lo que se hace”.

“El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral (...) no temas a la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla”.

“Quetza también advirtió otro hecho crucial para cuando tuviera que desembarcar con sus tropas: según sostenían los nativos, la lucha contra el moro no era sólo de índole territorial, política y económica, sino, ante todo, se trataba de una guerra entre sus dioses. Si el Dios más importante de los españoles era el Cristo Rey de la guerra, aquel al que le ofrecían sacrificios, el de los moros era uno al que se llamaba Mahoma. Igual que Quetzalcóatl, Mahoma fue, antes que un Dios, un hombre, un profeta. Como el sacerdote Tenoch, aquel que condujo a su pueblo hacia el lago sobre el cual fundó Tenochtitlan, Mahoma supo hacer de su ciudad de nacimiento, La Meca, el centro desde donde irradiaba su poder. También entendió Quetza que en el extraño panteón de aquellas religiones, Mahoma era la advocación de un Dios mayor llamado Alá. Cristo Rey era el Hijo del Gran Dios Padre, cuyo nombre, en los antiguos libros sagrados de los judíos, era Jehová. Pero lo que más sorprendía a Quetza era el hecho de que unos y otros reconocían en Alá, Dios Padre y Jehová al mismo y único Dios. Por otra parte, los musulmanes aceptaban al Cristo Rey como un profeta y a Abraham, el gran patriarca del antiguo pueblo de Israel, de donde provenía Cristo, como su propio padre fundador. De hecho, el templo de la ciudad de La Meca, cuna de Mahoma, había sido erigido por Abraham. Entonces, se preguntaba Quetza, cuál era el motivo último de aquella guerra interminable. Acaso, se respondía el joven jefe mexica, el nombre de los dioses fuese la excusa para disputarse territorios, riquezas y voluntades”.

“Tampoco Quetza conocía las circunstancias que había traído a Keiko desde el Oriente Lejano. Pero podía adivinar en los ojos de la niña una tristeza oceánica, tan extensa como la distancia que la separaba de su Cipango natal [Cipango es el nombre que Marco Polo dio a Japón]. Eran dos almas unidas por el azar y el desconsuelo y, sin embargo, los únicos que conocían la forma completa de ese mundo que los había desterrado. Y tal vez ésa sea la clave de su descubrimiento. Quizá, se decía Quetza, para conocer el mundo tal cual era, había sido necesario estar fuera de él, tan lejos como sólo puede estarlo un exiliado”.

“Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones”.

De “El conquistador”, de Federico Andahazi.


No hay comentarios: