martes, 5 de agosto de 2008

“Volvedor”, de Abelardo Castillo



A Julio Cortázar
y a usted, Borges,
y perdón si los salpiqué.

I

El oficio de guapo es un oficio como cualquier otro. El coraje, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica. Hay que adiestrarse en la mirada torva, ladina, en el gesto pausado, en el áspero monosílabo hecho de ambigüedad y amenaza para llegar con exactitud, si la Virgen lo permite (porque la destreza de la mano depende, en la mitad de los casos, de un secreto favor suyo), para llegar, repito, a la decisiva matemática de dos puñaladas en un boliche o un patio.
Esto lo sé porque yo soy Evaristo Garay. Antes, cuando me daba por la literatura, cuando era pálido y usaba anteojos gruesos, de carey negro, y leía a lord Dunsany, me llamaba de otro modo. Y muchos me han visto discutiendo de carburadores y metempsicosis en La Biela Fundida, en Palermo, o sentado en la Jockey frente a un mazagrán, asegurando que Borges –con licencia– nunca vio un orillero de verdad ni en foto, pero escribir, escribe lindo. Estaba diciendo, digo, que ahora me llamo Evaristo Garay, el que supo sen-tarlo de un planazo al comisario Bozzano en la casa de baile de María Sosa, allá en San Pedro; el mismo Evaristo Garay que ahora se juntó para siempre con la Rosario; yo (devoto de la Virgen de Pompeya), que anoche, en el almacén de Barbieri, maté de tres balazos en la cabeza al chino Aldazábal.
Todo empezó cuando el último verano caí desprevenida-mente por Baradero y pregunté en un boliche de la costa si nadie conocía al chino:
–Busco al chino Aldazábal –dije, limpiándome los anteojos.
Siempre que estoy nervioso me limpio los anteojos, esto lo se. Lo que no sé es por qué dije que buscaba al chino. En realidad yo venía a preguntar por un tal González y, aunque al principio me pareció lo mismo, después supe que no, que no era lo mismo. Porque yo, de entrada nomás, llegué y pregunté por Aldazábal.
El patrón me miró. Era un tipo impresionante; sus hombros, enormes, asomaban detrás del mostrador como dos moles; en el medio, rapada y poderosa, había una cabeza. Se quedó mirándome y después que se le fue el sueño levantó una ceja.
Si yo me hubiera ido entonces, antes que levantara la otra ceja, no habría pasado nada; pero yo no me fui y el monstruo, sor-prendido, levantó la otra ceja. Sorprendido o asustado. O contento. Después abrió la boca y se enojó con mi madre. Pero no se enojó: lo dijo como si yo acabara de hacerle una secreta broma y él la estuviera festejando. A su modo, claro. Luego, abrazándome por encima del mostrador, me juró que los años no pasaban para mí, para Evaristo Garay, que él sabía que yo iba a volver aunque Aldazábal hubiera dicho que me balearon en la frontera, y que nunca me habría reconocido con esas ropas de cajetilla, a no ser –según aseguró– por esta pinta de rufián que Dios me ha dado, y que Barbieri no se olvida de los amigos.
Ya he dicho que en ese entonces yo era algo literato; por lo tanto, nunca fui demasiado original. De inmediato pensé: sueño. Pero los brazos de Barbieri, fraternal y peligrosamente me demostraron que no, que no era un sueño. Más tarde supe que era algo mucho más vertiginoso que un sueño, pero, por el momento, sólo sentía que el gigante me estaba haciendo mal en la espalda. En la cicatriz esa que tengo en la espalda.
–Ellos cruzaron a Gualeguaychú –dijo después–. Fue-ron a traer la medicina.
Y se rió. Yo también me reí; esto, al menos, lo entendía: la medicina eran drogas. Yo había venido al bajo justamente por eso. Estaba escribiendo una nota con contrabandistas, subprefectura y moraleja social. Necesitaba documentarme. El comisario de San Pedro me había dicho que, en la ribera de Baradero, un tal González –el chajá, que le decían– "operaba en esos chimisturrios", que si me animaba, fuera: él, lo más que podía hacer era prestarme un vigilante. Yo dije gracias y acá estaba. Y ya había decidido volverme cuando sucedieron dos cosas: el gigante que me alcanza un vaso de ginebra; yo, desprevenido, que me la tomo quién sabe por qué, por darme ánimos tal vez, y una puerta que se abre, arriba, en el remate de la escalera.
–Mira –dijo Barbieri.
Miré y la vi por primera vez; era la Rosario. La Rosario que en seguida me reconoció y dijo vos acá, Evaristo, y me miraba tierna, tan tierna que yo, a causa de la ginebra y de esa ternura, dije que sí, que estaba ahí, de vuelta. Y antes de que pudiera agregar nada, ella se encerró en la pieza, como si fuera a llorar.
El patrón seguía sonriendo; me alcanzó otra ginebra y se quedó estudiándome. No sé si por taparme la cara (porque ahora yo no quería explicar nada) o porque la ginebra, aunque marea, siempre me gustó, me llevé el vaso a la boca y me lo tomé. Me asombró un poco mi propia voz:
–¿Cuándo vuelven?
Él dijo que tenían lo menos para dos meses. Después dijo:
–Que alegrón –y el aumentativo, con el tono en que fue dicho, resultaba una intencionada, amenazante paradoja se va a pegar el chino cuando te vea.
Si esas palabras me sonaron extrañas, no lo fueron mucho más que las mías.
–Sí –dije–. Qué alegrón.
Tal vez se trataba de que Aldazábal, al verme, se iba a enterar de que yo no era el que parecía; pero no sé por qué se me ocurrió que el otro podía alegrarse de eso.
Usted, en cambio, sí lo hubiera sabido, Evaristo Garay.
Barbieri estaba diciendo:
–La Rosario también parece contenta. Levantó la vista; yo también. La puerta de la pieza, arriba, había quedado entreabierta.
–Y, ¿no vas a subir a verla?
Entonces, al mirar hacia arriba, fue cuando me acomodé el pantalón. Me lo acomodé a dos manos, metiendo los pulgares en el cinto.
–¿Y pa qué te crees vos que volví? –me oí decir.
El "pa" me salió solo; el tono, el gesto, me salieron solos. Después estaba arriba y, aunque no soy hombre de ventajear a nadie y menos trampeando a una mujer como aquélla, como la Rosario, la tumbé sobre la cama y me convencí de que ése era mi sitio, que todo venía de muy lejos, de antes, cuando Aldazábal y yo, pelean-do en yunta, nos jugábamos por esta morocha en La Colorada y en yunta la alzamos del baile, y él, porque le correspondía, se quedó con ella, esta morocha que ahora me estaba diciendo entre lágrimas, nunca creí que te hubieran muerto en la frontera ya sabía que a vos nadies, y después no habló más y al mucho rato se me quedó dormida entre los brazos, alborotando la almohada con sus crenchas negras.

II

Mi memoria suele ocasionarme disgustos. Generalmente re-tengo –o invento– detalles nimios, imágenes aisladas, un gesto a veces o una palabra, y se me escapan sin remedio los hechos históricos. Será por eso que de toda la primera semana que pasé en el bajo (porque me quedé, Evaristo Garay, y usted me miraba desde los espejos, aprobando mi espera), sólo recuerdo algún áspero trago de caña, que a lo mejor fue el que me hizo perder el miedo, y recuerdo que empezó a dolerme la cicatriz esa que tengo en la espalda –la que me hice en la rotonda de Palermo, una noche, con la moto– y pensé la humedad o el cansancio. También evoco una manera de caminar que me gustó, y la sensación, que no me gustó, de estar haciéndole una porquería a alguien. Esos días anduve mucho, vi, pregunté y aprendí mucho. Me pareció que Aldazábal no se iba a alegrar ni medio cuando volviera de Gualeguaychú (por dos motivos, claro, pero yo entonces sólo conocía uno), no se iba a alegrar de verme ni de que me confundieran con Evaristo Garay, a quien el chino siempre quiso como a un hermano, más que a un hermano, como tampoco se iba a alegrar mucho si alguien lo ponía al tanto de lo que estaba pasando allá arriba, en la pieza de la Rosario. Por eso digo lo de sentir que estaba haciendo una porquería, máxime cuando supe que la parda siempre le había jugado limpio al chino, menos esta vez, cuando yo vine al bajo a terminar cierto asunto que empezó una noche de 1957, en la frontera, noche en que la policía se apareció de golpe allá adelante, entre los juncos, y Evaristo sintió un estruendo a su espalda y cuando quiso sacar el cuchillo ya tenía la boca llena de barro.
De modo que me quedé. Al principio me quedé por la Rosario. Después debí de tener otros motivos porque una noche ella me dijo "Vámosnos, Evaristo" y yo le dije que no. Todavía no, le dije, y a lo mejor era que pensaba irme solo, antes que pasara alguna cosa grande, o a lo mejor quise quedarme porque seguía con la idea de escribir mi artículo con moraleja, o vaya a saber. La cosa es que me quedé. Y supe que la historia del chino Aldazábal, la parda y Evaristo, en todo caso, ya estaba escrita. No resultaba ni más equívoca ni menos matrera que aquella otra, venerable, compilada por un escriba del Faraón, hace treinta siglos, historia que acaso leyó Moisés y en la que hay una mujer que es malvada y miente y un hermano espera a otro detrás de una puerta, con un hacha.
En esta que yo me sé el triángulo es ribereño pero igual de confuso, sólo que la mujer no es mala y que Evaristo no era hermano de Aldazábal, sino su casi hermano, su mejor amigo, por lo menos mientras lo fue.
Según me contó la gente del bajo (o debo escribir me recordó, pues todos los relatos empezaban "te acordás, Garay"), parece que Evaristo y Aldazábal solían pelear juntos, desde muchachos. Me salteo homicidios menores, y digo aquél del baile en La Colorada, que, si no me han mentido, se llamó así después del estropicio, por la sangre que anduvo por el piso aquella noche:
Evaristo estaba recostado en el mostrador, mirando. Su casi hermano, prendido como chuncaco, bailaba con la muchacha, una morocha nuevita y asustada que (aunque aún no lo sabían) se llamaba Rosario y estaba destinada a que acontecieran planazos donde ella metía sus ojos azules, raros, medio grises. Usted la miraba, Evaristo Garay.
Entonces apareció un grandote y le tocó la espalda al chino. Tenía voz de mamado cuando habló:
–No se pegue, que no es dulce –dijo. Aldazábal, sin darse vuelta, dejó de bailar; después, arreglándose el pelo detrás de la oreja, preguntó:
–¿Bastonero, el hombre?
La música se cortó de golpe; un acordeonista ya metía la mano por atrás, a la altura de la faja. Los ojos de Aldazábal y su hermano se encontraron. Yo, que escribo esto porque alguien me lo contó, recuerdo esa mirada. El grandote dijo:
–Bastonero no: sampedrino.
Y los mirones (menos Evaristo, que seguía apoyado en el mostrador, aunque un poco más cerca de la puerta) empezaron a arrimarse, y había manos con brillo a fierro. Porque ser sampedrino quería decir ser guapo, y Aldazábal, en ese momento, pudo decir que también lo era y aquí no ha pasado nada. Pero Aldazábal –yo lo sé– nunca fue hombre de arreglar las cosas con conversación. Dijo pior pa usté y le ordenó a la chica:
–Vaya, espéreme afuera: dos tordillos hay. Vaya, le digo.
La dejaron irse; el grandote también, porque una mujer estorba. Al pasar junto a Evaristo, ella tenía una cara de susto que le gustó al hombre. Sin apuro, Evaristo le preguntó:
–El grandote, ¿cómo se llama? Ella se lo dijo.
Y antes de que la cancha se cerrara en torno de Aldazábal, una voz autoritaria, desde la puerta, pegó el grito:
–¡Lisandro!
La distracción del grandote, de Lisandro, duró un segundo. Después estaba boca abajo sobre la pista de tierra, con un tajo del ombligo al esternón. Lo que siguió también fue breve.
1 Almacén y villa en los alrededores de San Pedro, cercana de aquella llamada Los Dos Machos, cuyo nombre remite al truco y, quizá, también a los protagonistas de esta historia.
Evaristo abrió cancha desde atrás, a los gritos, atropellando a los que se daban vuelta; Aldazábal encaró de punta. En el medio se juntaron, espalda con espalda buscando la puerta. Y a partir de ese momento, el boliche empezó a llamarse La Colorada.
Rosario los esperaba afuera, azarosamente junto al tordillo de Evaristo, quien de un salto se la llevó en ancas. Y allá salieron los tres, delante de la polvareda.
En la disparada, Evaristo sentía las uñas de la parda, cla-vadas en su cuerpo. Y era lindo. Pero fue la única vez que las sintió, porque la muchacha era del chino, de su casi hermano; por más que él, Evaristo Garay, se acordaba de aquella disparada cada vez que lo veía entrar al chino en la pieza de arriba. Y no quería acordarse. Después la historia se entreveraba. Se entreveró del todo, el día que Evaristo se dio cuenta de que la mujer no lo quería al chino, que a él lo quería. Desde que le sentí las uñas supe que ella me quería.

III

No sé si dije que a partir de la primera semana empezó a pasárseme el miedo. Natural. Yo pensaba desaparecer, con la mu-chacha o sin ella –más bien creo que sin ella–, unos días antes de que la gente volviera del Gualeguaychú. Además sentía que en aquel sitio yo estaba tan seguro como en la Jockey, y bastan-te más que en La Biela (que fue allí en la rotonda donde casi me mato una noche, la noche del 5 de enero del 57, y de allí me quedó, como regalo de Reyes, la cicatriz que tengo en la espalda), y digo que me sentía seguro porque, según vi, a Evaristo lo temían. Lo respetaban. Y yo no podía dudar de que me parecía increíble-mente al taita; no tanto porque todos en la costa me miraban de reojo, como si mi presencia anticipara catástrofes, sino por la Rosario: la morocha no era de desconocer así nomás a su hombre, aunque nunca hubiera podido entregársele antes. Me enteré de que Evaristo y ella no tuvieron tiempo de hacer lo que Dios manda, del mismo modo que me enteré de toda la historia, o de casi toda: astuta y pacientemente, con preguntas furtivas, por casualidad. Y por otros medios, menos fáciles de explicar. Al principio creí que mis preguntas obedecían a reflejos literarios; después, no sé. De todos modos, había una parte en las peripecias de Evaristo Garay que no estaba clara: la parte de la frontera. Por supuesto, yo, sobre este punto, no podía preguntar nada; no podía, es claro, andar preguntando:
–¿Cómo fue que me mató la policía?
Por cosas dispersas que me contó Barbieri, entendí que Aldazábal nunca fue ajeno a lo que había estado ocurriendo. Una no-che sobrevino este diálogo:
–Estás metido con la parda –y la voz del chino no tenía inflexión de pregunta; Evaristo dijo que sí y ésa fue la única vez que Aldazábal lo miró feo–. Yo me la alcé pa mí –dijo.
Barbieri no escuchó más porque entonces apareció el chajá González y anunció mañana tenemos que cruzar, y el resto, como digo, lo supe por boca de la Rosario, quien a su vez lo escuchó del chino. Su versión se contradice un poco con la de Barbieri. Parece que la noche del 5 de enero era Evaristo quien tenía la mirada torcida.
Me imagino su voz:
–Que ella elija.
Aldazábal dijo está bien. Dijo que dijo: está bien hermano. Y ese gesto le había llegado hondo a la Rosario. Será por eso que, cuando me enteré, estuve a punto de perderle el respeto, Evaristo Garay. Porque usted se aprovechó de la aflojada y lo ofendió al chino:
–Y ahora déjame solo –le dijo.
Todo esto ocurrió la noche de Reyes del 57, en la frontera. Y al rato el chajá González gritó: la policía. Y empezaron los tiros. Cuando la gente llegó a la lancha, Evaristo Garay no estaba. Se había quedado allá, muerto por la policía. Bien muerto. De cara al barro.

IV

Creo que voy a terminar pronto; la Rosario está inquieta y en estos casos lo mejor es irse antes de las averiguaciones y el sumario. Al empezar ya expliqué lo que le pasó en la cabeza al chino Aldazábal; ahora quiero contar por qué.
El tiempo que viví en el almacén de Barbieri –también ya lo expliqué– me enseñó muchas cosas: entre otras, que el coraje es subjetivo. Mirando a la gente ilegal reeduqué mis reflejos y empecé a olvidarme de citar correctamente a Virgilio. Me dieron ropas amenazantes, que fueron de Evaristo Garay, y la Rosario me prendió al cuello una medalla con la Virgen de Pompeya. En eso estaba cuan-do se quedó mirándome:
–Llévame con vos –dijo.
Yo nunca tuve predilección por morir en manos de un contrabandista, sin embargo dije que tenía que esperarlo. Tal vez cuando la Rosario me pidió por primera vez que me la alzara, todavía estaba a tiempo. Ahora no podía irme.
–Te voy a llevar –dije–; pero antes tengo que esperarlo.
Bajé al boliche.
–Dame un cuchillo, Barbieri.
El grandote me miró; entonces cambié de idea:
–No. Mejor dame un revólver.
Después volví a subir y estuve un rato ante el espejo; pese a todo la imagen que veía no era absurda. Usted me miraba, Evaristo Garay.
–Vámosnos –insistió la Rosario.
Yo le dije mejor que te estés quieta. Después dije:
–Hace calor.
Y me saqué la camisa. Entonces la Rosario me vio la cicatriz esa que tengo en la espalda y dijo cómo te hicieron esto. Evaristo, y yo casi le cuento lo de la rotonda, cuando, de gol-pe, me acordé de todo. Me acordé cuando Evaristo, la noche de Reyes, en la frontera, dijo: Que ella elija. Y Aldazábal le contestó: Esto no se arregla con conversación, hermano. Y el chajá gritó la policía y empezó el barullo, y Evaristo se dispuso a pelear como cuando eran muchachos, como siempre, y fue entonces que sintió aquel balazo trapero, en la espalda, y cuando se dio vuelta con el cuchillo en la mano ya tenía otro tiro quemándole las costillas y el último fue cuando cayó de cara al barro como un perro.
La Rosario preguntaba:
–¿Quién te hizo esto, Evaristo? Dije:
–Ya te vas a dar cuenta.
Por eso me quedé. Y por eso, anoche, cuando la gente volvió del Gualeguaychú yo estaba parado en lo alto de la escalera, con el revólver en la mano. Y cuando el chajá me reconoció y se vino derecho a abrazarme, yo le grité:
–¡Abrite!
Y por eso él se abrió, y Aldazábal se quedó mirándome, como a un fantasma, mirándome a mí, a Evaristo Garay. Y por eso lo bajé de tres tiros en la cabeza.


“Volvedor”, de Abelardo Castillo

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Imagen: CARLOS FERREYRA, Milonga de Calandria - óleo s/tela - 149 x 194