viernes, 31 de agosto de 2007

Macabeo - Abelardo Castillo

Macabeo

Se sabe aparte, intocable, infamado,

proscripto, y como tal se reivindica (...),

se hace judío él mismo y por sí mismo, hacia

y contra todos.

JEAN-PAUL SARTRE





A Arnoldo Liberman




El 3 de agosto de 1960, el señor Milman de la colectividad judía, de la pequeña colectividad judía de un pueblo de provincia, se despertó sobresaltado; el señor Benjamín Milman. que había llegado a la Argentina quince años atrás.

Un momento antes –si hubiera estado despierto– habría podido escuchar el ruido de la cancel en el piso bajo. el ruido de la mesita del hall que alguien empujó en la oscuridad y luego el ruido de unos pasos, tropezantes, ahogados en la alfombra de la escalera. Porque ahora eran pasos. Pero hace unos minutos, cuando venían por la calle ensombrecida del pueblo, habían sido carrera; una carrera desesperada, febril, que comenzó en la carpa Schlem Aleijem del campamento y terminaba ahora, convertida en pasos que subían hacia el cuarto del señor Benjamín y allí se detuvieron indecisos, ante la puerta. Un segundo después –el tiempo que duró la indecisión o el tiempo que se necesita para tomar impulso– la puerta se había abierto, y fue como un disparo retumbando por toda la casa, porque al abrirse se estrelló contra la pared y, dando un bote, estuvo a punto de cerrarse de nuevo. Sólo entonces se despertó.

–...urer rau...!

Y acabó de despertarse cuando dos manos lo tomaron ferozmente por los hombros y una voz, a pocos centímetros de su rostro, gritó aquello, aquellas dos palabras olvidabas hacía quince años. Manos que ahora, levantándolo en peso, lo arrancaban del lecho mientras el señor Milman, de un manotón, alcanzaba a encender la luz del velador y veía la cara congestionada del muchacho, su pelo tan rubio, revuelto, mojado de haber corrido diez kilómetros bajo el rocío a campo traviesa, y sus ojos azules increíblemente abiertos y sus lágrimas. Y siguió escuchando aquellas dos palabras, repetidas, repetidas muchas veces con voz ronca, entrecortada de odio, mientras él, Benjamín Milman caía al suelo y sentía los golpes brutales en la cabeza. No lo comprendió en seguida.

–Standartenführer Rauser...!

Pero luego sí, todo, con espanto. Con el mismo espanto de quince años atrás, cuando alguien le avisó que todo estaba perdido y que Adolph acababa de matarse.

Samuel Milman tenía ocho años cuando, por primera vez, creyó entender que el mundo es complejo. Lo entendió en la escuela, y no porque durante la clase la maestra hubiera explicado esa cosa, la regla de tres, sino porque ahora, en el recreo, Marisa se había puesto las manos detrás de las orejas, imitando pantallas, y estaba diciéndole:

–Orejudo judío.

Después, con exagerado desprecio, le había sacado la lengua y salió corriendo.

Samuel, esa tarde, comprendió que si bien sus orejas eran bastante grandes y algo apantalladas también, es cierto, Marisa jamás se lo habría hecho notar así, delante de todos, si él no hubiera resuelto antes que ella aquel problema de las bolsas y la harina. De cualquier modo, Samuel Adolfo Milman, de ocho años, estaba secretamente enamorado de Marisa, y aquel día sufrió su primer desengaño.

Esa noche, mientras papá Benjamín terminaba de comer su barénique y el señor Adim contaba recuerdos de Varsovia, Samuel, en sigilo, se deslizó hasta el espejo de la sala y luego de achatarse las orejas con la punta de los dedos, frunció la cara: no. No le gustaba mucho verse sin orejas. En realidad, no le gustaba en absoluto: debe ser porque uno se acostumbra, pensó, y después inútilmente trató de verse de perfil. Pero verse el perfil ya resultaba bastante más difícil; había que torcer los ojos de un modo ridículo y esto, naturalmente, lo hacía parecer de verdad feo a uno.

–¡Papá...!

Y desde el comedor llegó después la voz del señor Benjamín, una especie de sonido desganado, tan lerdo, que se cruzó en el aire con la pregunta inmediata de Sammy. Y entonces, sí. Hubo un silencio inquieto; el inquieto silencio de dos hombres que, en el comedor, se estaban mirando tensos, con mirada de judío alerta, porque un chico en la sala acababa de preguntar:

–¿Qué quiere decir "ser judío"?

Samuel nunca comprendió demasiado bien aquello, aquella explicación. Ni esa noche sobre las rodillas del señor Adim que decía: es así, el mundo es así y lo fundamental es ser fuerte y estudiar (...y portarse bien, y quererlo mucho a papá Benjamín que se había sacrificado tanto desde que mamá estaba en el cielo, mamá Gretel como la llamaban a veces, no ahora, porque era el señor Adim quien hablaba y dijo: tu pobre madre Sara que está en el cielo), ni lo comprendió después, cuando discutía con la pequeña Raquel en el cobertizo, o cuando encontró aquellos papeles con membretes góticos y águilas, donde se decía los judíos son los enemigos seculares de la Nación y deben ser exterminados porque si no logramos destruir las fuerzas biológicas del judaísmo algún día ellos nos destruirán a nosotros, téngame al tanto de los procedimientos empleados en el Este e interiorícese de la utilidad que puede prestar el monóxido de carbono.

Ni tampoco lo comprendió a los diez años, cuando todavía no había hallado los papeles, pero escuchó por primera vez la palabra Treblinka.

–Cheket! –murmuró Benjamín ese día, el día que se mencionó la palabra Treblinka.

Samuel había entrado de improviso en la habitación y allí estaba, con los ojos asombrados, junto a la puerta. Detrás de su hombro asomó Raquel; Raquel tenía ocho años y mataba hormigas. Además era hija de los señores Adim, quienes, en este preciso instante, también se han quedado mirando a papá, que ha dicho:

––Cheket! –después pareció confuso–. Es muy chico todavía.

Y quería decir que Sammy era muy pequeño para saber ciertas cosas, en especial si se trataba de cosas referentes a Chelmo o a Treblinka. O a Auschwitz. Pero Raquel, que tenía dos años menos que Sammy y ahora estaba tomada de su mano, dijo:

–Yo sé. Ahí mataban a las personas. Luego, en el cobertizo, el chico preguntó:

–Pero, por qué.

Raquel se había encogido de hombros. Estaba muy ocupada en perseguir con una ramita a esa hormiga, la que lleva una hoja muchísimo más grande que ella sobre la espalda. Parece un velero.

–Por qué va a ser –dijo–. Porque eran judíos.

La hormiga, inútilmente, corría de un lado para otro; la ramita delante, luego detrás. La gran hoja se bamboleaba peligrosamente: un velero a punto de naufragar. Porque Raquel, ahora, está aplastando a la hormiga.

–¡No! –gritó Sammy, y Raquel lo había mirado; la cara del chico era una cara que no parecía de Sammy. Ella se asustó. El dijo:

–¿Por qué la mataste? Raquel dijo:

–Si era una hormiga.

En el Este, hasta el presente, la operación se lleva a cabo mediante gases de combustión. Ellos, con la ropa todavía puesta, marchan a través de rampas colocadas a la altura de los vagones y pasan directamente a las cámaras. En el garaje próximo los motores de los blindados y los camiones se ponen en marcha; el gas de los motores es llevado a las cámaras por medio de tuberías. El método es deficiente. A veces los motores no funcionan y el proceso se retarda. En general, pasa algo más de media hora antes de que todo quede en silencio dentro de las cámaras; es necesario dejar transcurrir otra media hora antes de abrirlas. Posteriormente se les quita la ropa, y rociándolos con nafta, se los crema en parrillas hechas de rieles. Blobel ha construido en Chelmo varios hornos auxiliares, alimentados a madera y nafta; ensayó, asimismo, la destrucción de cadáveres con la ayuda de explosivos, cosa que no dio, tampoco, resultados muy satisfactorios. Como he dicho, la mayor dificultad consiste en que los motores no siempre funcionan en forma pareja. Muchos pierden el conocimiento y es menester ultimarlos a tiros. En mi opinión, habría que hallar el modo de hacerlos entrar desnudos en las cámaras; esto aceleraría la operación.

–¿Cómo era Alemania?

De noche, con la luz apagada, a Sammy le gustaba hacer preguntas y escuchar la voz profunda de papá Benjamín. Estiró las cobijas hacia la barbilla y preguntó: "¿Cómo era Alemania?" Y papá contaba que él había nacido antes, un tiempo antes de la caída del Imperio, y Sammy, con los ojos cerrados, escuchaba las andanzas del Canciller de Hierro y la República de Weimar; pero nunca supo –o supo muy confusamente– el resto de la historia, porque había un período que papá, como muchos judíos, no quería recordar. De todos modos, no era eso lo que Sammy preguntaba.

–No. No digo de batallas y todo eso. Digo si había ríos, montañas. Cómo eran los árboles.

Samuel Milman tenía doce años y quería saber cómo eran los árboles. Benjamín abrió los ojos en la oscuridad: estaba preocupado. Sin embargo, habló de los Alpes de Baviera, donde había conocido a mamá Gretel, y del Zugspitze, el monte más alto del Reich.

Mamá Gretel. Entonces, sin saber por qué, Sammy pensó en la pequeña Raquel, que esta misma tarde, en el cobertizo, le había dicho:

–Y lo otro.

–¿Lo otro? –preguntó Sammy–. ¿Qué otro?

¡Porque lo que él había estado diciendo es que si las orejas de una persona son de esta manera o de aquélla, y lo mismo la nariz, no tiene por qué ser judío o goi. Porque de lo contrario papá Benjamín era mucho más judío que el señor Adim que tenía las orejas aplastadas y nariz chata. Y a Raquel no le había gustado mucho que Sammy dijera eso de su papá. Dijo: mi papá es tan judío como el tuyo, sabes; y más tarde discutieron. Pero antes de discutir, ella había dicho:

–Lo otro.

Entonces Sammy se dio cuenta de lo que la chica quería decir; de pronto se puso colorado hasta la punta de los cabellos, que eran tan rubios. Sin embargo, preguntó: qué otro. Y ella dijo:

–Lo que les hacen a ustedes. A los varones.

No lo miraba. Se había puesto a jugar, como siempre, con una ramita; pero ahora no jugaba con las hormigas, porque ya era grande y con una ramita también se pueden hacer dibujos, o escribir nombres en el piso de tierra: una vez hizo un corazón, y él lo vio. Claro que ella quería que él lo viese.

–La circuncisión –dijo Sammy–. Pero, vos qué sabes.

Además, lo que Raquel dice no tiene nada que ver porque, entonces, las chicas no son judías, y ella dijo que si seguían hablando, los únicos judíos del mundo, esa tarde, iban a ser él y el señor Benjamín.

–¡Pero si yo no digo nada! –Samuel se defendió confusamente.– Yo digo que, para ser judío, tampoco se necesita que a uno le hagan eso.

–¿Y entonces?

–Entonces qué sé yo. Moisés no tenía.

El argumento era demoledor. Samuel sabía muchísimas cosas de la Biblia y a Raquel la ponía orgullosa que él supiera: ahora Samuel estaba contando que fue Josué quien ordenó aquello, en el Gilgal, antes de Jericó. Después, como la conversación había llegado a un punto muerto, Sammy dijo adonde le gustaría ir cuando fuese grande. Dijo:

–A Alemania.

–¡Sos loco vos! –La chica parecía perpleja; se llevó una mano a la boca.– En Alemania están los nazis.

–¿Qué nazis? –Samuel no comprendía. Ella dijo:

–Los nazis.

Tampoco comprendía, es cierto. Y para evitar que él dijera nunca saben explicar las cosas, agregó apresuradamente por qué iba a ir a Alemania, y no a Israel, que es mucho mejor. Él, entonces, tuvo que empezar todo de nuevo y enseñarle que –como decía papá– uno es del lugar donde nace, y también judío.

Aunque nadie entendía muy bien que se pudiera ser dos cosas al mismo tiempo.

–Mi papá es polaco, entonces –dijo Raquel.

–Claro –dijo Sammy–. Y también judío.

–¿Y vos qué sos? Él dijo:

–Alemán, como papá –y antes de que Raquel agregara nada, ya se había dado cuenta de que aquello no estaba muy claro.

–¡Pero si vos naciste acá!

Y, por lo tanto, ser judío seguía siendo un asunto muy complicado. Lo mismo que lo de las orejas: si uno no es judío, nadie se fija; pero en cuanto saben que uno se llama Samuel o Benjamín, todo el mundo hace burla.

–¡Pero, eso es otra cosa! –dijo Raquel.

Le daba risa: Sammy, por cualquier motivo, salía hablando de las orejas. El chico pensó que las mujeres nunca entienden nada. Dijo:

–Entonces no sé lo que soy. Seré argentino, también.

–Pero si uno es argentino: por qué todos te dicen la rusa, o el ruso, que también quiere decir judío.

–Y yo qué sé –dijo Sammy–. Será como los negros.

–¿Qué negros?

–Qué negros va a ser: los negros. Que nacen donde nacen pero siempre son negros.

Esto le pareció bastante claro (aunque no comprendía por qué papá afirmaba que lo mejor, siempre, es ser alemán), y a ella le había dado otra vez mucha risa, y luego los dos estaban sentados en el suelo, juntos, riéndose. Esto había ocurrido a la tarde, en el cobertizo. Sammy, acostado ahora, escucha en la oscuridad la respiración del señor Benjamín, quien estuvo hablando del Zugspitze y de mamá Sara y que ya debía de estar completamente dormido porque, cuando Samuel decidió hacerle aquella pregunta, papá no respondió:

–Papá... ¿por qué me llamo Adolph?

... Hitler, cuya confianza respecto del Ziklon B nos ha llenado de alegría. El gas, que Hess recomendó a Eichmann sobre la base de una experiencia mía, es totalmente seguro. Se trata de un preparado del ácido prúsico, utilizado por la firma Tesch y Stanevob, de Auschwitz, para matar parásitos y provoca una muerte bastante rápida sobre todo si las cámaras están repletas de gente y, con preferencia, en lugares secos y herméticos. Los judíos destinados al crematorio, hombres y mujeres por separado, son conducidos a las habitaciones donde, luego de desnudarse, se les dice que se trata de una operación de despiojamiento. Para evitar sospechas se les recomienda que dejen sus ropas bien ordenadas y, sobre todo, que no olviden el sitio donde las dejan. Las cámaras, provistas de duchas y tuberías, no les inspiran el menor recelo. Luego de atornillar rápidamente las puertas, los encargados de la operación, ya preparados, arrojan por los agujeros del techo el Ziklon B que, a través de conductos especiales, llega hasta el suelo. La formación del gas es inmediata. Desde las mirillas puede verse cómo los que están parados más cerca de los conductos mueren en seguida. Otros comienzan a atropellarse, gritar y tragar aire. La pérdida del conocimiento sobreviene en relación con la distancia que separa a los judíos del conducto, y según la calidad del gas, que no siempre es la misma.

Media hora después se conecta la ventilación, se abren las puertas y comienza la extracción de muelas de oro, corte de cabellos, etc. Luego de lo cual se los lleva, en ascensores, hasta los crematorios.

Los ancianos, los enfermos, los débiles, caen antes: alrededor de los cinco minutos. Los jóvenes y sanos, y a veces los niños: entre cinco y diez. Los que gritan: antes de los cinco.

Tuvo ganas de gritar, pero dijo:

–No quiero. No voy a pelear.

Estaban, los seis, en el baño del Colegio Nacional, y ahora Samuel tenía catorce años. Era tan corpulento que no pelear solamente podía entenderse de un modo. El otro, el que venía avanzando con los puños cerrados, dijo algo, y Sammy recordó una tarde, en el cobertizo, pero ahora era distinto porque la voz del otro fue amenazante, no curiosa, y Samuel tuvo miedo.

"Esto es miedo, entonces." Cinco mil años de miedo.

Retrocedió hasta la pared: el frío de los azulejos a través del guardapolvo. O quizá, no; otra clase de frío. Algo tan típico como su perfil, como su dolor de barriga ahora: "Entonces es cierto, entonces es así", y no se le ocurrió nada más porque todavía no había hallado en la gaveta de papá –en la gaveta que dentro de un año va a quedar abierta– ciertos papeles mecanografiados o escritos en gótica, ciertos pliegos con membrete de águilas que, una noche, en la carpa Scholem Aleijem, serían arrojados por el aire, de igual modo que ellos –los informes, los documentos, las fotos amarillas– habían arrojado por el aire, desbaratándolos, cinco mil años de perfiles y de orejas y de prepucios, cincuenta siglos de esquema. Porque, el 3 de agosto de 1960, la gaveta quedó abierta y Samuel imaginó a un hombre, un judío glorioso parapetado en las calles despavoridas del Ghetto, un Macabeo, su padre que una noche jugándose la vida robó aquellos papeles y aquella pistola Luger que pertenecieron a Otto von Rauser, oficial del campo de exterminio de Auschwitz, ario puro de ojos azules cuya mirada, acaso, pudo ser idéntica a la del muchacho que ahora, en el baño del colegio, venía avanzando hacia Samuel con los puños cerrados. Dando miedo.

"Entonces, es así"; detrás de él, de Sammy, se apretujaron cincuenta siglos y una pared de azulejos, fría; detrás del otro, riendo, asomaban cuatro cabezas. En total, seis cabezas. Y en ninguna cabía muy bien la idea de que uno de ellos, el rubio ese de ojos azules, el orejudo, tuviera algo fundamentalmente distinto al resto, pero daba lo mismo. Es importante que sea así, porque aquí, en el baño del Colegio Nacional, hay uno que es judío.

He visto por mi cuenta otros campos, cerca de Riga, en Letonia. Allí, aún se los fusila y los cadáveres son incinerados sobre piras de madera. El monóxido de carbono en baños de duchas –procedimiento empleado con los enfermos mentales en algunas localidades del Reich– requiere demasiados edificios. En Lublin (Maidanek) se emplea un derivado del ácido prúsico que experimenté con los judíos de Alta Silesia.

En mi próximo informe diré cómo procedemos en Auschwitz. Un método, ideado por mí, consiste en desnudarlos, pedirles que recuerden el sitio donde dejan las ropas y hablarles en yidish. He hecho que un judío me enseñara, estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza. Lo fundamental es la disciplina. Blobel me contó que, en Chelmo, unos cuantos rompieron las paredes e intentaron huir.

Alguien, atrás, gritó alguna cosa, llamándolo, pero Samuel ya había saltado el cerco del campamento y estaba corriendo en dirección al pueblo; corriendo en plena noche, sintiendo el chicotazo de las ramas bajas en la cara, su cara, cara de judío de quince años que de pronto ha descubierto una respuesta para la pregunta que formuló hace mucho, frente al espejo grande de la sala, la vez que no entendió qué quería decir "ser judío", la vez que no pudo comprender por qué Marisa se había puesto vengativamente las manos detrás de las orejas, o aquella otra, después, cuando tenía catorce años y en el Nacional alguien dijo:

–A ver, moishe, mostrala –y los otros cuatro se reían, repitiendo: "sí, que la muestre", y querían decir que se abriera la bragueta, y sintió miedo, y creyó entender que ser judío ya no tenía nada que ver con él, con Sammy, sino con los otros, los que no eran judíos y necesitaban que él tuviera esas orejas, y ese perfil, y ese miedo típico de judío de mierda.

–Te digo que la mostrés, judío de mierda.

Sammy, esa tarde del Nacional, se había ido retirando hacia la pared. Tenía catorce años y no era tan corpulento como ahora, la noche de la carrera a campo traviesa, pero era casi tan corpulento como el otro, el que tenía los puños cerrados y se venía acercando, despacio. Pero allí no contaba la corpulencia, contaba el miedo. Y Samuel sentía que las rodillas temblaban, sus rodillas, que tampoco debían de ser como las rodillas de los otros muchachos, los que estaban detrás del que tenía los puños cerrados.

Tuvo ganas de gritar, pero sólo dijo:

–No quiero pelear. No tiene sentido.

Sin darse cuenta, había ido bajando las manos hacia la entrepierna como quien se cubre. El otro frunció la boca, imitó el gesto y dijo, moviendo los hombros: "No me pegues, machón, no tiene sentido", después, antes de que Sammy supiera qué estaba ocurriendo, una mano describió un círculo amplio, él sintió un ardor, un sonido junto a la oreja, y estaba en el suelo con los brazos abiertos. Dos de ellos le sostenían las muñecas. El otro dijo:

–A chotearlo.

Y le abrieron el pantalón, y, mientras él pataleaba de miedo, los otros –que a lo mejor se asombraron al ver que aquello no era distinto, ni más feo, ni más chico, ni más raro que el de cualquiera– se lo sacaron fuera del calzoncillo, entre risas, y lo escupieron uno por vez. Cinco escupidas.

Una por cada mil años: cinco exactas. Exactamente ahí, porque los judíos son los enemigos seculares de la Nación, y deben ser exterminados, querido Rauser.

"Lieber Otto von Rauser", ario puro de ojos clarísimos cuya foto estaba hoy, esta mañana, entre los papeles que Samuel iba guardando apresuradamente en su bolso...

–¡Sammy!

...antes de salir para el campamento Scholem Aleijem, donde lo esperaban David, y Abraham, y Jaime, y Ruth, y Ezequiel, elementos raciales de características asiáticas, negroides, levantinas o hamíticas adversas al espíritu patriótico alemán: urge entonces darle una solución definitiva al problema judío, porque si no logramos destruir a Raquel, a Samuel, a las fuerzas biológicas del judaísmo que esta noche se reunían en torno de las fogatas y –al principio– cantaban, ellos algún día nos destruirán a nosotros. Pero después no cantaban. Se quedaron quietos, en silencio, oyendo a Sammy, asombrándose de que papá Benjamín hubiera robado aquello, estos informes con membretes góticos y águilas desplegadas, perplejos porque papá Benjamín era un héroe, un Macabeo, como dijo Marcos, quien estuvo a punto de vomitar, antes, cuando Sammy traducía que se felicita al doctor Mengele y al doctor Caluber por sus ensayos de esterilización mediante inyecciones en las trompas, lo que origina estados inflamatorios pero ninguna otra perturbación. Excepto la muerte. O las escupidas hace un año, o las vengativas orejas de Marisa. O el Bunker IV que no funciona por sobrecarga de cadáveres –2.800–, hoy, septiembre de 1942, Auschwitz.

"Una voz, llamándome."

Ningún inconveniente, tampoco, si se los trata con ácido prúsico o formol, porque las típicas manchas cadavéricas aparecen después de poco tiempo ("llamándome a mí, a quién, esta mañana en casa, o ahora mientras corro"), y es patriótico que las manchas aparezcan pronto, querido Rauser, de lo contrario los muy puercos echarán a correr desde el Scholem Aleijem algún día, en plena noche, y nos perseguirán cinco mil años, y tendremos miedo típico, y nos escupirán nuestros prepucios, tan hermosos, de características netamente germanas y en los que por fortuna no se advierte ninguna perturbación, si a los judíos se les inyecta metanol: la evacuación de materias fecales no es frecuente. Los rostros, al abrir las cámaras, no están congestionados. Se congestionan luego, cuando aquellos papeles vuelan por el aire, Sammy da aquel alarido y, saltando increíblemente por encima de las fogatas, ya está fuera del cerco, corriendo en dirección al pueblo porque, de pronto, ha descubierto una respuesta a su pregunta de hace siete años: cinco mil años. "Soy judío, entonces."

Y repentinamente fue un tajo en las entrañas, un desgarrón y supo que había algo además de su perfil y de sus orejas y de su miedo: esto, esta carrera, soy judío entonces. Quiero ser judío. De golpe se detuvo.

Estaba solo en mitad del campo, a plena noche y a pleno silencio: se llevó las manos a los costados de la boca, abiertas, como una bocina. Y al principio fue un ronquido; después, lieber Otto dolicocéfalo bávaro, Rauser de ojos clarísimos –cuya foto iba hoy, esta mañana, entre los papeles que Sammy atropelladamente metía en el bolso–, después, elevándose por encima de los árboles, sobresaltando a los pájaros dormidos, se oyó aquel grito:

–¡Soy judío!

Ninguna otra perturbación.

La voz de papá, esta mañana, llamando desde el piso bajo.

–Voy –dijo Sammy, junto a la gaveta.

O quizá ni siquiera lo dijo, absorto como estaba; deslumbrado, imaginándose ahora a un hombre heroico e increíble: papá Benjamín. Mi padre.

Apresuradamente fue guardando todo aquello en su bolso, instalación proyectada sobre el Bug, una foto de algo que, mirado de cerca, igual parecía un hormiguero monstruoso, un arrecife de bichos: anteojos. Millones. Y aunque se le revolvía el estómago, la incineración de cadáveres se ha tornado un problema, no podía dejar de imaginarse, de admirar a aquel hombre que, abajo, lo llamaba porque el olor de los crematorios se ha tornadoblema, desvió la vista y miró el fondo del cajón: una pistola.

Estuvo a punto de tocarla, pero retiró la mano. "Soy miedoso." Con decisión la empuñó y la sostuvo un instante, frunciendo la cara como si quemase; después advirtió que la estaba apretando, leyendo incineración porque el olor de los crematorios llega hasta las poblaciones cercanas.

–¡Sammy!

Dejó la pistola en su sitio y se sintió aliviado, cercanas, poblaciones cercanas. Y se teme una sedición popular. Ordene usted el fusilamiento de cuanta persona, alemán o no, se acerque a los campos. Porque es necesario que todos los judíos que caigan en nuestras manos durante esta guerra sean aniquilados. Si no logramos destruir ahora las fuerzas biológicas del judaísmo, ellos...

–¡Adolph!

Samuel, sobresaltado, cerró la gaveta de un golpe: ya voy, pensó. Le confiamos el comando de las operaciones en Auschwitz en su carácter de Standartenführer.

–¡Voy! –dijo.

Heil Hitler. Berlín, verano de 1942.

Guardó atropelladamente aquella carta en el bolso, recogió en el aire una fotografía que casi cae al suelo y bajó a todo correr las escaleras. Mientras bajaba, alcanzó a meter la foto junto al arrecife de bichos y en el bolso había sitio porque faltaban los hombres que usaron estos anteojos, orejas y narices cremadas donde apoyar anteojos faltan, pero no debo pensar en esto, y miró con admiración a papá Benjamín que estaba allí, impaciente, junto a la puerta, y a Samuel ya no le importó que él, tironeándole la manga, dijera: siempre el mismo atolondrado y que llegaría tarde al campamento. Después, mientras caminaban, siguió mirando con admiración a aquel judío asombroso que nunca había querido hablar de cuando robó esto en Alemania, de cuando fue, acaso, guerrillero jugándose la vida en las calles despavoridas del Ghetto cualquier tumultuosa noche de hombres pardos, gamados, blandiendo pistolas Luger, dando miedo típico, y escupiéndome a mí cinco veces.

–¿Eh?

–No, nada –dijo Sammy, que a lo mejor, antes, había dicho papá.

Aquel hombre, erguido como un Macabeo, que había llegado a la Argentina en 1945, y a quien las buenas gentes de un pequeño pueblo de provincia saludaban ahora sacándose el sombrero. Y cuando el ómnibus arrancó y papá se quedó abajo con los pies juntos y la mano alzada, Samuel dijo que sí, que llevaba todo y que no olvidaría el sitio donde dejaba la ropa...

... para encontrarla rápidamente después del despiojamiento –tradujo Sammy; las fogatas iluminaban la caras, tensas de tanto apretar los dientes–. Les hablo en yidish: hice que un judío me enseñara y estoy aprendiendo hebreo. Escuchar su jerga les da confianza –tradujo Samuel.

Las caras, los rostros aún no congestionados –porque se congestionarán luego– de los muchachos judíos de la carpa Scholem Aleijem. Alguien murmuró:

–Pero que hijo de..., pero cómo se puede ser tan hijo de puta.

Y otro decía que mirasen ahí, ese oficial de la Gestapo o qué sé yo, ese oficial sonriendo, y mientras Marcos repetía aún "Macabeo", otro dijo que no aguantaba más estar mirando eso, y el que había hablado al principio agregó que un tipo con esa cara y que supiera yidish podía hacerse pasar por algo que Sammy no entendió pues Raquel estaba pidiéndole que tradujese esa dedicatoria.

–En mi primer día de Standartenführer –leyó Samuel.

Y, como la vista va más rápido que la palabra, fue lo último que leyó. Porque había dado vuelta la foto y la estaba mirando. Y a pesar de todo, estuvo un rato sin moverse; a pesar de que aquel oficial nazi era papá Benjamín, su fotografía: una instantánea dedicada a Gretel, a mamá, en su primer glorioso día de Standartenführer, Auschwitz, 1942. Alemania. Samuel, que de pronto se llamaba Adolph, se quedó quieto mirando la foto. Mirándola familiarmente porque allí estaban, y era necesario estarse quieto, las orejas, mezcladas a un uniforme pardo, las orejas típicamente pantalludas de papá, su nariz, su gesto particular de llevarse la mano al sombrero o a la gorra militar, las orejas bajo la gorra militar, la nariz en gancho y las típicas orejas, cinco mil años de orejas hamíticas, semitas, bajo la gorra típicamente nazi de un típico dolicocéfalo puro de orejas típicamente dináricas, nazis, bávaras, judías hasta la carcajada, arias hasta el alarido que desordena a los arios a los judíos a los prepucios de los levantinos orejudos mientras los papeles las fotos las águilas góticas dibujadas del Reich vuelan sobre las cabezas judías de Raquel de David sin otra perturbación que los judíos muertos por el Standartenführer del Campo de Exterminio de Auschwitz o las caras congestionadas de los muchachos judíos del campamento Scholem Aleijem porque Adolph von Milman Samuel ben Rauser se ha puesto de pie con los brazos abiertos y al ponerse de pie han volado por el aire todos los documentos y las cartas y las fotos, desbaratados, y antes de que alguno tenga tiempo de hablar o de pensar, mientras los papeles, bailoteando, dan vueltas sobre las fogatas, Adolph von Rauser, ario puro de ojos azules, quedó horizontal en el aire y estaba del otro lado del cerco. Gritando. Corriendo mientras las ramas bajas le desordenaban los cabellos tan rubios. De pronto se detuvo: hacía cinco mil años que había salido huyendo, una noche, desde Egipto. Y ahora estaba en mitad del campo, a plena sombra y a pleno silencio.

Al principio fue un ronquido, una especie de estertor largo que cortó el sueño de los pájaros.

Y el 3 de agosto de 1960, el señor Benjamín Milman de la colectividad judía de un pequeño pueblo de provincia se despertó sobresaltado.


Abelardo Castillo

Releer sus cartas - Mat Elefzerakis

Ya no estás más a mi lado, corazón, ya no me llegan cartas tuyas, esas cartas que me alcanzaban, primero una vez al mes, después cada mes y medio, luego, cada tres meses, y la última, llegó hace dos años.

En el alma sólo tengo soledad. Sin ella, sin sus palabras ya, estoy sólo, antes, al menos tenía las cartas, como en aquella en la que me contó que su madre la había abandonado cuando no había cumplido los dos años. Su padre se había reducido a un ser taciturno y esquivo, además de alcohólico. Todas las noches, después de trabajar, se encerraba en su dormitorio a escuchar sus tangos. Muchas noches ella intentó alegrarlo. Pero él, en su alma, igual que yo ahora, sólo tenía soledad.

“Y si ya no puedo verte”. Me dijo un día. Tenía doce años y nos conocíamos hacía un mes, cuando el circo me había llevado a aquel paraje perdido de Córdoba. Yo fui el primero en besarla. Aquélla posibilidad, no poder vernos, la instaló la desaprobación de su padre a mi manera de vivir la vida, y que yo fuera diez años mayor que ella. Mi bohemia trashumancia le molestaba sobremanera. Y sí, yo era, y soy, un acróbata circense. Tres meses me bastaron para saber que ella era el amor de mi vida.

“Porque Dios me hizo quererte”. Me explicaba ella su decisión de escapar de aquel pueblo y seguirme, a mí y al circo, a donde la vida y los caminos nos llevaran. Pero, mientras nosotros hablábamos, el padre encontró el bolso bajo su cama.

Para hacerme sufrir más, no dudó en golpear con el puño cerrado el rostro de su propia hija mientras me amenazaba, borracho, con volarme la tapa de los sesos. Sin embargo, gracias a esa borrachera, el disparo me atravesó el hombro, pero mi corazón, hacia donde estaba dirigido, igualmente quedó desgarrado al tener que irme, sin ella, de aquel pueblo.

Siempre fuiste la razón de mi existir, pienso, invariable e inevitablemente, cada vez que te recuerdo, mi acróbata circense. Fuiste el primer, y el último, hombre del que estuve enamorada. Y fue hace tanto. Yo sólo era una nena. Doce años tenía. Vos, veintidós. Tu edad y tu profesión fueron más que suficiente para que mi padre se opusiera terminante y tajantemente a nuestra relación.

Adorarte para mí fue religión, adorar a mi ángel, hermoso y perfecto. Te escucho, todavía, en mi mente, o sería más correcto decir, en mi corazón. Y pienso en aquella tarde, la más feliz de mi vida, en que me diste mi primer beso. O, más tristemente, en el atardecer en que mi papá te atravesó el hombro de un balazo, luego de emborracharse, tras descubrir que había empacado mis cosas, para escaparme con vos.

Y en tus besos yo encontraba la ilusión de vivir la vida en compañía de tu amor. No cabía otra posibilidad. ¿Cómo pensarlo de otra forma, con mi mente adolescente? Si hasta fuiste capaz de decirme: “Te amo”. Me lo dijiste, y me descolocó. Yo no supe responder, y no lo repetiste, hasta el último día, cuando tu sangre manchaba el suelo de Córdoba. “Te amo”, te escuché por segunda y última vez.

El calor que me brindaba tu recuerdo me permitió seguir viviendo. Escribiéndote yo me sentía más cerca. Y fue escrito, y adornado, que viste el primer “Te amo” que yo te dediqué. Estoy segura que en tu cabeza, o más bien en tu corazón, podías escucharlo. Todos los días te escribía, pero por supuesto no mandé todas las cartas. Lo hacía periódicamente, una por mes, aunque después, cuando ya escribía menos, comencé a incrementar el tiempo.

El amor y la pasión que sentías por mí, te hacían responder devotamente cada una de mis cartas. La primera carta que me respondiste, supe que tus palabras habían sido verdaderas, porque repetías todo lo que me habías dicho, y escribiste más. Que nunca me ibas a olvidar. Que te harías un partido digno de la aceptación de mi padre. Pero también, como caballero que eras, que sos, seguramente, me pedías que si me enamorara de otro, no te esperara, que hiciera mi vida, y fuera feliz.

Es la historia de un amor, releer sus cartas. Sé que ella me amó como yo la amé. Pero yo todavía la amo. Cuando sus cartas cesaron, yo también terminé las mías. Nunca le escribí para preguntarle si había encontrado a alguien más. Asumo que sí, y prefiero no tener confirmación. En la respuesta a la primera de todas las cartas, le dije que si se enamorara, no me esperara, pero, deliberadamente, no le había pedido que me avisara. Y, si pasó, no lo hizo.

Como no hay otro igual, el trabajo circense trae muchísimas satisfacciones. He sido feliz, no puedo negarlo, sería injusto para tanta gente que me quiere y me apoya. Amigos, compañeros, que me hacen reír cuando caigo en mis periódicas recaídas. Es que nunca más volví a enamorarme, y no pude dejar de recordarla.

Que me hizo comprender que la vida hay que vivirla. Vivo para volver a verla algún día. Regresaremos a aquel pueblito cordobés, más tarde o más temprano. Y yo podré verla, o, al menos, recabar información verdadera acerca de su destino. Si está casada, si tiene hijos.

Todo el bien todo el mal es lo que representa para mí la cicatriz en mi hombro. El balazo con el que su padre destruyera mi corazón y me obligara a irme sin ella. Hubiera arriesgado mi vida sin dudar, pero no podía arriesgarla a ella, no podía permitir que, por quererla matarme a mí, pudiera herir a su propia hija. No hubiera podido perdonármelo nunca. Pero tampoco nunca me perdoné haberla dejado. Fue, al mismo tiempo, todo el bien todo el mal.

Que le dio luz a mi vida, ella, sólo ella y nadie más. Perdón, amigos, déjenme llorar, es sólo una más de mis ocasionales crisis. No se preocupen, no voy a tomar ninguna decisión determinante. Uno tiene que decidir cuando sabe que está en uso pleno de sus facultades. Y yo sé que, cuando estoy así, no pienso con claridad.

Apagándola después, la luz, por favor. Gracias, y cierren la puerta al salir.

Ay, qué vida tan oscura. Tan triste, tan desolada. ¡Qué será de vos, Amor! ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué el circo no puede llevarme de nuevo a tu pueblito? Te extraño, te amo. Siempre lo haré, por siempre y para siempre.

Corazón.

Sin tu amor no viviré.

Mat Elefzerakis;

Miércoles 22 de agosto de 2007

Pueblo chico - Mat Elefzerakis

El rebote de la luz solar en el pavimento no dejaba al cansado profesor distinguir los nombres de los colectivos. Hacía bastante ya que esperaba a “El colmenar”.

Sacó un pañuelo para secarse el sudor de la frente, y al guardarlo se encontró con el colectivo detenido delante de él. Sin pensarlo, subió.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes, profesor –contento con el reconocimiento, respondió con una sonrisa antes de acercarse a la máquina expendedora de boletos–. No, por favor, no hace falta.

–Pero cómo no, es mi obligación pagar mi boleto.

–Tiene obligaciones más importantes, profesor. Sé lo duro que es ser docente.

–Bueno, muchas gracias –respondió, y se sentó en el primer asiento en diagonal al chofer–. ¿Usted es?

–Leandro Ferreira, profesor…

–Ferreira… Usted es el padre de Marquitos.

–Sabía que si le decía mi apellido, usted sabría…

–No, por favor. A esa edad todos los chicos son así. No se preocupe. Habrá que tomar medias si en unos años Marquitos sigue como hasta ahora. Por el momento, vamos bien.

–Bueno, menos mal, me quedo más tranquilo, entonces. ¿Va para la escuelita Moreno?

–No, no. Afortunadamente, los viernes termino temprano, regreso a casa. Pero los días cortos son tan cansadores como los largos.

–Sí. Le creo, profesor. Como le dije, sé lo sacrificado que es ser docente. Usted tiene en sus manos el futuro de casi todos los chicos del pueblo. Es un pueblo chico, pero, usted sabe, afortunadamente tenemos más niños y adolescentes que viejos… Es un gran trabajo el que hace. Marquitos lo aprecia mucho.

–Marquitos es un chico con un gran corazón… Y sí… Para hacer el trabajo docente hace falta una verdadera vocación de servicio. Un estar dispuesto a desempeñar tareas para las que no recibimos instrucción. Hay que entender a los chicos, comprenderlos… Siempre creí, y fue esa la razón principal por la que elegí este camino, que trabajar con chicos y adolescentes era una forma de intentar contribuir a la formación de un futuro mejor, al menos desde la humilde tarea de dejar una huella, por más mínima que sea, en la vida de los chicos.

–Si todos los docentes pensaran como usted, profesor.

–Piensan como yo, Señor Ferreira, piensan como yo. La mayoría.

El profesor miraba por la ventanilla, en las paradas, nadie estiraba su mano para subirse a “El colmenar”, ni siquiera la gente que habitualmente tomaba ese colectivo a la misma hora que él. La peculiaridad no lo molestó, así llegaría más rápido. Extrañaba mucho a su mujer, embarazada de pocos meses de la que será su hija primogénita. El profesor se considera un hombre feliz… Es más, de joven, cuando eran novios, se llamaba a sí mismo “el hombre más feliz del mundo”.

–Saludos a su señora, profesor, se merece toda la felicidad que el futuro le depara.

–Serán dados, Señor Ferreira, y muchísimas gracias, por todo… Me bajo en la siguiente. Será hasta la próxima.

–Hasta la próxima, profesor, pero todavía le quedan largos años –como al subir, el profesor le devuelve una cordial sonrisa.

Mirando como “El colmenar” se aleja, el profesor piensa que Marquitos no sabe que él es casado, mucho menos que ella esté embarazada, nunca hizo ninguna referencia a su vida personal delante de sus alumnos. Pero más lo inquieta el significado de aquella extraña despedida, un próximo encuentro, recién cuando hayan transcurridos largos años… ¿Qué le habrá querido decir con aquello?

–¡Marquitos!

–¡Profe! ¿Cómo le va?

–Muy bien, acabo de bajarme del colectivo de tu papá –Marquitos se puso pálido; el profesor se sorprendió–. ¿Qué pasa, Marquitos? ¿Te sentís mal?

–Es que… Profe, mi viejo murió en un accidente, hace cinco años.

Mat Elefzerakis;

Pacheco; Sábado 07 de julio de 2007

Ambas naturalezas - Mat Elefzerakis

“Algún día alguien te va a hacer lo mismo que vos me hacés a mí”, me había amenazado Franco, mi primer novio importante, “Vas a quererlo, a amarlo tanto como yo te amo a vos, pero él te va a tratar de la misma forma que vos me tratás a mí”... Y así fue. La amenaza se cumplió.

La relación, como todas, empezó siendo idílica, perfecta, soñada.

Éramos compañeros de trabajo, en un fast food en el patio de comidas un shopping. Así nos conocimos, nos gustamos y comenzamos un sano histeriqueo. Cuando salíamos todos juntos después del trabajo, él me invitaba una cerveza para tener derecho a ser el que me hablara sentado a mi lado. De todas formas, todos conocíamos sus intenciones y las reglas del juego. Además, yo le daba cabida.

Empezamos una historia.

En aquella época yo estaba convencida de aquella canción que reza “Nada es para siempre”... En especial por el abrupto y desesperanzador final de mi relación con Franco. Tanto me pegó aquel final que se quedó grabado a fuego en mi memoria. En especial, aquella amenaza. Amarás como yo te amo, te tratarán como vos a mí. No quería que esa predicción se cumpliera, y el “Nada es para siempre” era la forma más segura de lograrlo.

Tenía todo eso en la cabeza al empezar mi relación con Charly. Pero me enamoré. Y cuando una se enamora se olvida del “Nada es para siempre” y empieza a hacer promesas de eternidad, y a creerse los juramentos que se le hacen.

Estaba feliz, enamora como una estúpida, y tenía a mi lado un hombre enamorado como un estúpido. Nuestra relación creció, nuestra confianza y nuestro conocimiento acerca de cada uno también. Pero, a los pocos meses que comenzamos, ya reconocido por nosotros nuestro “noviazgo”, un suceso sacudió a la familia de Charly, y a él mismo, muy profundamente. El suicidio de su tío. El hermano menor del padre, que más que tío era su hermano mayor, por sentimientos y por la cercanía generacional que tenían, era unos pocos años mayor que él. Nunca supe qué fue lo que lo llevó a quitarse la vida, colgándose en el baño de la casa de los abuelos de Charly. Lo que sí supe, porque lo sufrí en carne propia, fueron los estragos que aquello provocó en su psiquis. Porque yo, para colmo, soy estudiante de psicología.

Charly se sumió en un luto infinito.

Encima, su padre había abandonado el hogar familiar y, por supuesto, por un pelo de concha. Charly se hizo cargo de su familia entera, y de la casa, en un barrio de gente de bajos recursos, entre miseria, drogas y alcoholismo. Yo quedé postergada en un lugar lejano en sus prioridades, pero estaba enamorada. Pronto, su hermana menor, esa conchudita, también se convirtió en obstáculo. Cuando yo me quedaba en la casa de Charly ella llegaba en la mañana y se metía en nuestra cama, con su bebé. Sí, esa conchudita era ya madre, era una nenita, una adolescente, pero tenía ya la inmensa responsabilidad de una vida en sus manos... No, en realidad, la responsabilidad era de Charly, como todo en su casa. El padre de la nena era uno de sus amigos, un alcohólico y drogadicto irrecuperable.

Además, Charly trabajaba vendiendo ropa interior femenina y lencería. Sí. ¡Qué belleza! Imaginensé, estaba todo el día tratando con minas. Mis celos, por las nubes. Ojo, él no se quedaba atrás. Estaba celosísimo de un amigo mío de toda la vida, ¡y se llaman igual! Menos mal que él se hace llamar distinto, Charles, en lugar de Charly, sino, mi novio se hubiera puesto insoportable... “Mi novio”, escribí.

Lo cierto es que, más por despiste que por otra cosa, les intercambié, muy pocas veces, las denominaciones: “No, no, Charles es él, yo soy Charly”, me respondía cada uno de ellos, intercambiando los términos. Charles por Charly, Charly por Charles.

Por supuesto que jamás le fui infiel. ¿Él a mí? No lo sabría, y no me interesa. Es el hijo de su padre, pero uno no tiene la culpa de los padres que le tocan, y, además, lo defenderían los árabes, uno es más hijo de su tiempo, que su padre. Se cumple el proverbio árabe en mí. No así en Charles, que es innegablemente hijo de su padre, y no de su tiempo.

Hace muy poco, para colmo, el padre de Charly, que tiene ya una hija con la mujer con la que engañó a su mamá, le pidió ropa interior para regalar a una compañera de trabajo... Pero no sólo eso, sino que le confesó que su compañera lo calienta. Sí, sí. Así se lo dijo, su compañera lo calienta.

Pero la cosa no se queda allí. La mamá de Charly intenta reconstruir su vida amorosa. Se reencontró con su primer novio, uno que había quedado relegado a sus recuerdos de adolescencia, pero que, al encontrarse de adultos, volvieron a gustarse y decidieron reiniciar aquello que tiempos pasados habían interrumpido. Hasta ahí, una historia de telenovela de la tarde, pero ahora viene lo escabroso: el tipo es casado, con hijos. Por tanto, promesas de futura convivencia mediante, la mamá de Charly le estará haciendo, próximamente, a una pobre y buena mujer, presumo por desconocimiento, lo que a ella misma le hizo su propio marido.

La situación estaba logrando desenamorarme, por supuesto, no sin el sufrimiento que esto conlleva. Lo amo como me amó aquel primer novio, él me ama, pareciera, como yo lo amé a aquel que tanto lastimé, y ahora me toca a mí ser la que sale herida, pero fácilmente, por instinto, puedo ser la que hiere.

El desánimo de Charly fue total desde hace unos meses. Parecía que ni yo ni nadie le importaba... No, eso era mentira, siempre tenía el celular encendido para que la conchudita lo encontrara o para que su mamá le pidiera que vaya a buscar a su hermano a alguna parte, un hermanito a quien él cuidaba como tendría que hacerlo su padre ausente. Pero a mí no me respondía mis llamados ni mis mensajes. Sólo me buscaba una vez por semana, a veces cada quince días, para ir al telo, como anoche.

Yo aceptaba, a eso me veía reducida, a una concha mojada, a eso lo reducía a él, una pija parada. Esas fueron las reglas del juego. ¿Qué fue de todo el amor que sentíamos, el que sentimos durante los últimos tres años de nuestras vidas? ¿A dónde fue a parar?

La última noticia, la que me comentó hace unas horas mientras nos besábamos después que él acabara por primera vez, es que la conchudita tiene en su vientre la promesa de una nueva responsabilidad. Por supuesto, él no lo dijo con esas palabras.

Me puse de muy mal humor, pero el contexto no daba para demostrarlo. Me gusta pernoctar, da tiempo y tranquilidad, lo que no tenemos en los turnos comunes y, más importante aún, lo que no tenemos, definitivamente, en su casa.

Pero ya estaba cansada, ya estaba harta. Decidí hacer uso de mi instinto y acabar con su miseria, con su desesperación y desánimo.

Cuando cayó dormido, exhausto, empecé a tejer. Extendí mi tela a su alrededor, lo dejé inmovilizado. Después le clavé mis colmillos y comencé a drenarlo.

Charly ya nunca más despertará. Ahora está muerto. Sólo dejé de él los desperdicios que no me sirven, pero ni eso, porque ya se fueron por el inodoro. Ni siquiera el escape de este lugar me preocupa, es tan fácil para nuestra especie.

En otras épocas, en las primeras, Charly me aguantaba bastante más. Hoy, se quedó profundamente dormido después de acabar por tercera vez.

Charles me había dicho que aquello era una vergüenza, pero lo agradecía, él se veía beneficiado en la decadencia amatoria masculina, me explicaba lo “agradecidas” que quedaban con él sus víctimas, antes que él les demostrara nuestra verdadera naturaleza. Charles sigue los instintos de nuestra especie: después de probar el desempeño sexual de sus victimas, va a los papeles. O sea, no ahí mismo, después del primer encuentro, sino en el segundo, y recién después del disfrute sexual, se metamorfosea con ese horrendo aspecto que nos da ser los maldecidos descendientes de Aracné. Así se ahorra el sufrimiento que le produciría enamorarse de una humana, que es lo que me pasó a mí. Ya con ésta, dos veces.

Charles las prueba, y si le gusta su desempeño amatorio, en el segundo encuentro las devora, y ya no deja lugar para que le surja ningún sentimiento humano. No es requisito que nos guste cómo la comida se mueve en la cama. Esa, más bien, es una apuesta entre nosotros. Sólo que para mí, es más difícil encontrar buenos especimenes. Los hombres exitosos son difíciles de encontrar, y ninguna otra hija de Aracné me reprocharía por intentar disfrutarlos un tiempo, cuando los encuentro. El problema es, justamente, si me enamoro.

Lo mismo que hace Charles, había empezado a hacer yo, en mi etapa de “Nada es para siempre”. Él estaba contento.

–Por fin dejás de jugar con la comida –me había dicho–. Debiste haberte comido a ese estúpido de Franco mientras lo tenías, jugaste a ser humana, y ahora te quedaste sin comer.

–¡Puedo comerme al que se me ocurra! –le había gritado desafiante, y esa noche se lo demostré, me comí a tres. Me indigesté. No volví a comer durante un mes.

Después, metafóricamente, entré a trabajar en el fast food... Mi encariñamiento con Charly, que derivó en enamoramiento, y en los tres años de noviazgo, durante los cuáles, instintivamente, sobreviví comiendo sólo cada mes y medio, o dos meses.

–Es inarácnido lo que estás haciendo. Voy a matarlo yo, para que te lo comas de una vez.

–Ni se te ocurra, dejáme hacer las cosas a mi manera.

–A la manera humana, querrás decir... Bueno, nena, enteráte, no somos humanos, somos arañas –repetimos tantas veces esa discusión con Charles. Y yo sabía que él tenía razón, pero qué, ¿acaso una descendiente de Aracné no tiene derecho a enamorarse, a intentar vivir una vida común, como si fuese humana? Según Charles, no. Somos arañas, repite incansablemente. Pero eso no es del todo verdad. No somos sólo arañas, podemos ser humanos. Somos descendientes de Aracné, tenemos ambas naturalezas.

Eso era lo que intentaba yo al lado de Charly, pero no puede, su historia de vida no me lo permitió, si no me lo comía a él, seguro me terminaba comiendo a esa conchudita.

Mat Elefzerakis;

Jueves 05 de julio de 2007